10 de julio de 2010

Ssssss.

Es un paraje extraño de tonalidades ambarinas y estalactitas excéntricas. Unos vapores inocuos brotan por doquier. Luces rebotan entre las formaciones calcáreas dejando su impronta en la retina de los aguerridos exploradores de cuevas, (los espeleólogos). Somos todos de una extraña pasta, formados en diferentes sueños, ocultos tras las venas de unos cerebros formados en siglos de curiosidad sin límites.
            Siempre con cuidado, bajamos por el estrecho pasadizo que nos hunde en la tierra, un pasillo horadado por las arcaicas filtraciones de agua. El agua disolviendo la piedra. El agua que en algunos casos rezuma y gota tras gota deja parte de sus sedimentos disueltos formando estructuras caprichosas, formando las columnas mas bellas en la paciente labor de una construcción eterna. Nuestros pasos rompen el silencio y el eco magnifica los sonidos en el túnel.
            La estancia a la que al fin llegamos se sostiene en todo su ámbito por su propia belleza. Los haces de luz guiados alumbran estructuras nunca vistas, mientras grabamos por primera vez el contenido incomparable del paisaje subterráneo. En todo su esplendor la bóveda nos deleita por sus formas, por sus extrañas acrecencias por su variedad de tonos. Ahí se distingue una coloración diferente, alucinado color en las entrañas de la tierra. La mancha de color azul.

Hay una mancha azul inidentificable en la bóveda calcárea. Una extraña y hermosa formación azul. Algún reflejo de la luz exterior que rebotando se adentra en la gruta. No corresponde a un color derivado de los metales de su entorno. Nada presagia esa tonalidad concreta en el concreto espacio del techo vislumbrado.

El fluir de las gotas de agua por las estilizadas formaciones calcáreas arrastran tenuemente los elementos que las formarán.  El equilibrado goteo produce un dulce sonido, agradable a mi espíritu. Colma de paz el alma atribulada. Cerrar los ojos y dejarse envolver por la quietud y su música.
Retorna mi equilibrio a su punto (Esmero). Allí donde se encuentra la paz y la sabiduría.
Al abrir los ojos, tal vez demasiado bruscamente, sufro de un vahído y el vómito, a duras penas contenido, por mor de ensuciar el  paso hasta entonces nunca hollado, impoluto, virgen, en las cuevas desconocidas de las tierras bajas en el lugar de Penseteval, al otro lado de las sierra de Zumia, la patria de nuestro héroe NASRABADY, el magnífico, fundador de la gran dinastía Trésvesica, padre de generaciones.

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El miedo


       Dirijo mis plegarias al sin nombre, a veces extrañamente silencioso. Orando a él, mis ojos buscan un foco donde fijar mi punto de Esmero y alcanzar el auge de mi percepción. Mis rezos, mis letanías solventarán los espacios sin importar lo que me rodee. Y así espero su aliento salvífico o su mano sanadora.

         El aire intangible parece vibrar, parece verse, parece que la mancha azul se mueve, solapadamente. Unos movimientos apenas perceptibles por el rabillo del ojo. La mancha azul ha palpitado un momento y mi mirada ahora fija en ella, sin parpadear, sólo ve una mancha azul.

La lucidez del miedo.

         Es posible que palpite, que haya acompasado su ritmo cardiaco a mí parpadeo y así, si no se mueve, no presiento el peligro.

           Los vapores que de la tierra brotan no son tan inocuos como creía, tan inertes como los medidores ambientales especifican. Por primera vez desconfío de la técnica que antes me había servido tan bien, no puedo mantener mis ojos abiertos mucho tiempo. Estos párpados míos pesan como losas funerarias.

           La mancha azul se encuentra ahora casi en mi vertical. Deduzco que no debo cerrar los ojos. Intento sostener los párpados pero temo perder esta batalla de voluntades.

            Mi hombro apuntalado a la pared en un intento de afianzar mis puntos de apoyo, pues mis piernas parecen no sostenerme. Mí  hombro pide tregua, pide un descanso y mis piernas sufren de licuefacción progresiva mientras mis pálpebras se  concretizan.

           Sucumbo y creo que la mancha azul va a caer sobre mí atrapándome. La horripilante ameba voraz de las grutas del monte Shilxp en la sierra de Zumia

Recuerda, cuando entres en una cueva, no mires la mancha azul.

Los peligros de quedarse dormido en la peluquería mientras trajinan con tu pelo es salir con un cardado Azul.

5 de julio de 2010

El extraño mundo del oficinista obsoleto

Anclado en las formas del pasado no supo ver los cambios sobrevenidos, y entonces, sin darse cuenta, se fue quedando apartado, podría decirse arrinconado tras su mesa en la esquina más triste de la oficina, donde, tras su escritorio, prosperaba una tela de araña. Dicha tela crecía despaciosamente, sin importar el trasiego del resto de la oficina. Esta no se veía afectada por las visitas del personal de la limpieza, pues dichos efectivos, aunque persistentes en sus tareas, tenían tendencia a pasar rápido por el rincón del oficinista, casi sin mancharlo, casi sin limpiarlo. Por este motivo la tela de araña crecía en aquella esquina, sin ser apreciada por las manos limpiadoras, permaneciendo incólume durante los años transcurridos. Madre de generaciones de arácnidos, la araña disfrutó de una vida placentera y larga, sin depredadores, pues era ella la única depredadora del entorno.
Pero no quiero contar historias de arañas con sus largas patas, muchas patas, centenares de patas correteando por la oficina cuando está desierta. Es un mal sueño, una pesadilla de miríadas de patas recorriendo la piel dormida, esos cosquilleos que a veces nos despiertan y que son el rastro, la impronta en la piel, de una visita no deseada. Tantas patas me dan repelús, me dan agobio, asco, nausea. Todo un Averno  de finas patas, sólo patas, todo patas, el final de los cuerpos de los insectos, pequeños o tropicales, oscuros, negros, parduscos, brillantes. El horror.
Empero, debo retomar al oficinista perezoso y barbilampiño, sin manguitos ni visera, representante contumaz de las más periclitadas formas de la contabilidad y la elaboración de memorandos. Ducho manoseador de albaranes, letras y talones. Experto en legajos, aquellos que vieron sus primorosas lazadas por los archivos de la institución. De tez cetrina, de color amarillo verdoso y a la vez adusto. Un rasgo característico de su fisonomía: el crecimiento desorbitado de sus cejas, a tal extremo que hacían sombra a sus ojos. Y un leve parpadeo parecía concitar a su alrededor un revuelo de aire, representado en el aleteo de algún folio, de alguna cuartilla impregnada de tinta, tinta vieja, casi de tintero y pluma. A lo sumo se le veía sacar de algún cajón una vieja maquina de calcular con manivela, que se giraba después de haber introducido un ristra de dígitos, o “números”, como decía él.
Corrían los más disparatados rumores. Unos, susurraban con malicia de su supuesto parentesco con el Director General. Otros, hablaban de un gran secreto oculto entre las paredes de la empresa, algo que podría hacer temblar todo el tejido empresarial. Unos, hablaban de unas fotos de contenido escabroso, de unos documentos comprometedores. Otros, decían que es un olvido, alguien de personal se olvidó de despedirle en su momento.
Hasta ahí, todo el misterio. Todos los cuchicheos dedicados a los oídos de los novatos poco a poco iban perdiendo intensidad, hasta verle como un elemento más en la oficina. Contaba uno que lo tomó por una estatua hiperrealista de ésas tan modernas, estilo Antonio López, que se llevó el susto de su vida cuando le vio moverse al rato de mirarle. Pero descontados esos lances, pasaba a formar parte del staff de la oficina de quién nadie hablaba, al que nadie se dirigía. Un señor y sus papeles.

Un día, un joven de éstos con carrera, recién salido de los estudios con buenas notas, afán emprendedor y nieto de un socio, decidió, como muestra de las atribuciones de su cargo, entrevistar a todos individualmente con intención de crear un próspero equipo. Y le tocó el turno a nuestro viejo oficinista.
Y a la pregunta: ¿Cual es el tipo de trabajo que realiza para la empresa? Un silencio espeso circuló en ambas direcciones.
Tic. Tac. De un lado el duro ejercicio de autocontrol aprendido en tantos seminarios sobre Dirección.
Tic. Tac. Del otro lado una impavidez rígida.
Tic. Tac. Un duelo de miradas bajo la trémula luz de los fluorescentes.
Tic. Tac. Un minuto.
Tic. Tac. Un crack perfectamente audible, procedente de una mandíbula que se desencajaba después de muchos años.
Tic. Tac. Un leve rictus de dolor, por el esfuerzo de abrir la boca.
Tic. Tac.
Y contestó con un abrumador...
NO... SÉ.

Epílogo: Nuestro joven jefe, preso de un ataque de nervios, dimitió.