24 de enero de 2011

El Incidente

De pequeño, apenas un niño de seis o siete años, iba a la escuela para descifrar los primeros signos, las letras. Una etapa aburrida, esa de adquirir conocimientos.
Vivía en un piso abuhardillado. Un espacio que mis padres tras ímprobos esfuerzos habían adquirido. Primero comprar y luego adecentar con paredes y solados, con estucos en el techo que rozaban las tejas y se pegaban a las vigas de madera. Teníamos como todo lujo una bañera que yo no utilicé hasta época tardía.
A mí me bañaban en el fregadero los domingos.
Me metían en la pila que a un lado disponía de acanaladuras donde restregar la ropa, y allí, jabón  lagarto en ristre, me restregaban a mí, sacando la mugre acumulada durante la semana. Esta labor era realizada por alguna de mis madres indistintamente, mi madre o mi madrina. No teníamos agua caliente y calentábamos la necesaria sobre el fogón de la cocina. Una cocina de hierro forjado alimentada por carbón o astillas de madera, según dispusiésemos de un material u otro.
El siguiente paso era ponerse la ropa limpia. Tarea que hacían ellas mientras me secaban cuerpo y cabeza, frotando bien, hasta quedar bien seco, no fuera a coger frío.
Listo y preparado con la ropa de domingo aparecía mi padre y de su mano salíamos para oír misa, y después un paseo cuando el día era soleado.
Una vez de ésas que son desafortunadas, quedó mi padre en el bar tomando un chato, y para distraerme pedí permiso para cruzar la calle y jugar con otros críos que conocía.
Un chaval disponía de un ingenioso artilugio en forma de arco no mayor que la mano de un adulto, y que en su centro tenía habilitado un hueco por donde pasaba un punzón, cómo una flecha sin alas. En su extremo una punta que se podía hincar en la madera de alguna diana improvisada.
Me acuerdo de cruzar las manos delante de mi cara y decir: No tires. Así me creí protegido. Ocurrió entonces el incidente, el chaval disparó su arco con la intención de que pasara volando por encima de mis manos y de mi cabeza. Pero la tecnología no era todavía una característica de los tiempos, y el dardo, superadas por encima las defensas de mis manos, cayó, directamente sobre mi ojo derecho, golpeando mi párpado, y aunque no traspasó la piel hasta la pupila, impactó en ella originando lo que luego conocí que se llamaba una catarata traumática que al poco negaría la visión al ojo derecho.
Me quedé tuerto, con mi globo ocular y sus aditamentos, pero sin vista.
El diagnóstico ocurrió meses después, en una consulta médica a la que asistimos unos centenares de niños, y en la que unos señores con bata blanca miraban los ojos  a los chicos por turno.
Me llevaba mi madre de la mano y estuvimos esperando en  fila a que nos tocase el turno. Éramos muchos esperando poder pasar ante el tribunal de los ojos, desfilábamos ante los galenos un montón de críos con sus madres.
Llegó mi turno y a simple vista el docto individuo no vio nada, pero como mi madre le insistía que su niño no veía bien de ese ojo, fue entonces que decidió mandarme hasta otra mesa de la gran sala, donde me echaron unas gotas, y tras esperar pasar a un despacho donde otro individuo. Éste con pinta de médico insigne, diagnosticó una catarata traumática y por consiguiente la perdida de visión del ojo derecho. Para siempre.
Y hala, para casa.
Tengo la vaga noción de un consejo de familia en el que yo era el tema. Mi ojo derecho en concreto. Se tomó la decisión de ir a la consulta de un médico privado, pues éstos merecen más confianza. Creo que este es un axioma universal: médico con consulta propia es buenísimo; y no te digo sí tiene una clínica, los otros, son más médicos en zapatillas.
Mis padres hicieron un gran esfuerzo económico, además de conseguir, de fuentes de toda confianza, la dirección de un gran oftalmólogo. Obtuvimos una cita para su consulta.
Nos dijo lo mismo.
Y desde los siete años solo puedo ver con mi ojo izquierdo.
El otro día me dio por  pensar que eso decantó mi pensamiento, pues a partir de entonces, tuve una visión de izquierdas.