Era
el mes de septiembre, cuando el verano empieza a decaer. Era el
Norte, era en un país lluvioso, era el lugar, el pueblo más lluvioso,
donde venden que la lluvia es arte, era una atardecida, con una tenue
lluvia, sutil.
Ni
sirimiri, ni orbayo, ni tan siquiera calabobos, eran calles estrechas y
abarrotadas de gente bulliciosa que desaparecían tras un recodo para brotar de
la nada tras el siguiente esquinazo, era una cierta jarana, un cierto trasiego,
de tanto peregrino asceta o beodo.
Reverberando contra la piedra, y a la vez tan silencioso, eran calles
grises llenas de colores, donde los olores brotan tras unas nenas que invitan a
tarta, una vez, otra, otra y otra hasta empacharte.
Eran
calles con nombres cabales, Rua de Santa Adela y, yuxtapuesta, Rua tras Santa
Adela. A veces al lado, a veces al otro lado, y vas caminando tranquilo, tal
vez calmoso, pero con ese puntito que da un estomago satisfecho y la compañía
que quieres, así caminando entre la plácida lluvia con el sol retrocediendo,
con la penumbra empezando a cubrir las piedras.
De
golpe en una pared, un cartel hecho de hierro o metal semejante,
da
nombre a un garito:
Lejano
Sur.
Lejano Sur.
Lejano Sur.