6 de marzo de 2010

CLUB DE LOS SUFRIDOS.



Esta es la historia de un mendrugo de pan, conocido también como chusco, por su similitud con esos panes que les repartían a los militares sin graduación, cuando prestaban sus servicios a la patria en los tiempos que era un servicio obligatorio.
El protagonista humano, sería, como no, mi hermano, nuevo habitante en Madrid, venido con mis progenitores y los suyos desde una aldea asturiana. Cuando la posguerra se había instalado definitivamente en la ciudad.
Los años del hambre.
Vivíamos en una habitación alquilada con derecho a cocina.
Encima de la mesa el resto de un chusco cae distraídamente en posesión de su mano, está un poco duro.
-- Ya no hay vuelta atrás, sus huellas están en el cacho pan.
-- ¿Qué hacer?. Ya de perdidos al río.
Una mirada alrededor de la estancia cocina, y silencio. Una rápida huida a la habitación alquilada con derecho a cocina.
En un momento se refugia debajo de la cama de nuestros padres, entre el somier y la baldosa, sin que nadie le moleste, en silencio.
Empieza a roer el pan duro, hasta que ni rastro de migas quedan. Una labor constante y paciente, desmenuzando el pequeño trozo de pan. Al final se ha quedado un poco dormido, en duermevela.
Una escoba diestramente utilizada le saca de su sopor y le empuja a salir de debajo de la cama.
No hay rastro del crimen, se comió las pruebas, nadie le ha visto, aún así deducimos que ha sido descubierto. Las expresiones de nuestra madre y las formas que van tomando su cara, no dejan lugar a dudas.
-- Le han pillado.
Se ha ganado una somanta palos, una muy seria reprimenda y unas miradas de lo mas inquisitoriales. Se deduce de toda la diatriba que el pan no era nuestro, era de la otra familia con derecho a cocina o de los caseros, información que no recuerdo con exactitud, porque no me lo contaron, o porque nunca me lo dijeron.
En la saga familiar quedó registrado el evento como la sustracción del chusco, o “el Chusco” a secas.
Se aceptaba como eximente el estado de hambre crónica de los residentes de la casa y aledaños.
La fama de mi hermano como hombrecito cabal, bajó muchos enteros. Y sirvió años después, en un tiempo estimado, de bastante prolongado, de risas, cuchufletas y sonrisas variadas por parte de los hermanos pequeños.
Era tan divertido imaginarse a mi hermano tan pulcro, debajo de la cama, comiendo pan duro.
Y lo repetíamos, de esa forma tan cansina que todos los críos saben utilizar hasta destrozar los nervios de los adultos.
-- Otra vez. Cuéntalo. Otra vez, porfa.
Ahora sé que era cruel.
Mi hermano, al contrario, supo convertirlo en una victoria dulce para le recuerdo y fundó para nuestras risa, el aclamado “Club de los Sufridos”, del que se autonombró secretario a perpetuidad; como presidenta nuestra madre, cómo no, y a mí me dejó ser miembro permanente de pleno derecho, por ser el benjamín de la casa y por tener predisposición a los percances.  Poco a poco se fueron incluyendo todos los miembros de la familia, también cónyuges, y con el tiempo, las nuevas generaciones crearon una amplia, no muy extensa, pero selecta selección de asociados, o miembros de pleno derecho del “Club de los sufridos”. 


28 de febrero de 2010

Lo contaba nuestra madre. 2ª parte.



Su Padre.
Mi madre me contó como sopraban la leche, para quitarle la nata. Esta servía para mercar por un poco de café y de azúcar, pues su padre había vuelto con esa necesidad de sus estancias en Cuba.
Mi abuelo era un indiano, pero de los probes.
Marchó a Cuba, no sé que hizo allí. Ahorrados unos pesos, volvió para construir un caserío en las montañas, unas pocas tierras que había que levantar y una casa por hacer, una casa nueva.
Casó con mujer joven y pronto partió de nuevo en busca de más dinero para comprar tierras con los que acrecentar su pequeña hacienda en las montañas,  empinadas tierras, insuficientes tierras, para sacar adelante tamaña familia.
A medio camino de Boal y La Caridad.
Sus hijos partieron al Uruguay y los pequeños crecieron con él, presente su café y su hernia.
En unas tierras tan pinas que era necesario subir cestos de tierra sobre la cabeza o sobre las costas, a lo alto del eiro. Intentar fijar la tierra que se les escurría ladera abajo. Sujetar la tierra para sembrar un poco de trigo, o unas patatas, o maíz.
El maíz sirve para todo, los tallos para las vacas, de las mazorcas se saca grano para las aves de corral, también se hace harina, y se tuesta, y se le hecha leche soprada,  y se lo daban a mi madre para cenar, y lo odiaba.
Había una variación, y era tomarlo con el caldo de rabizas, que sempiterno, reposaba al lado del fogón.
Mi madre decía que ella odiaba las gachas de meiz, pero que si no se lo tomaba, su madre se lo guardaba para el desayuno, o para la comida, pero la señorita se lo iba a comer, al final, mi madre se rendía por hambre, y comía el maíz tostado, y con un pelín de reproche a su hermano Miguel, que se las comía con tanto gusto.
Cuenta mi madre de la suya, que al llegar el sábado preparaba un hatillo con una docena de huevos y con la mantequilla que se sacaba de la nata (que durante la semana le habían sacado a la leche dejándola desnatada, quiero decir soprada).
Mercaba la abuela en el emporio de la zona, la villa de Boal, importante núcleo urbano con casas solariegas y con poeta, pues sino recuerdo mal, Carlos Bousoño es de esa tierra.
Se vendía o se cambiaba, que no presté mucha atención, por un  cuartillo de azúcar, un cuartillo de café y un poco de tabaco para padre.
Ulpiano, sonoro nombre de un abuelo que no conocí, asociado a un pocillo con café y a una petaca con tabaco de liar.