8 de diciembre de 2015
4 de noviembre de 2015
Mocedad
Mocedad
I
Vuelan manos sobre su pelo, suave, deshilvanado.
Los ojos tienen querencia y se fijan a su paso como una
lapa,
y a besarla voy, poseso y enloquecido, a morir por el
fuego.
De amor.
¿Si quiere?
II
Y en verano en la playa, los amantes pasean senso.
Nace el camino oriental que lleva a Basora.
Juegan a encontrarse entre la vida.
Como si no existiera nada.
Solo un decorado entre ellos y el tiempo.
Sólo las rocas y desvisualizados restos que la marea dejó.
Sólo sus risas sobrepasando el ruido.
Inertes las furias del huracán.
III
Y cuando las sombras entre la curva de los cuerpos y la
línea del agua,
larga, infinita, besando la arena, desde el principio,
desde el fin.
Se uncen los cuerpos móviles, en el estático instante que
devora el amor.
16 de septiembre de 2015
Aparecidos.
Origen.
Hay un lugar reservado, pechado bajo dos llaves en
sendas traspuertas, siempre a oscuras, siempre cerrado. Apiñados y escondidos
residen viejos libros. Libros olvidados, tal vez obsoletos, ya demodé. Alguna
vez los piden curiosos impertinentes de los que piensan que bajo llave se
esconde algo misterioso, lo mejor, lo que sólo puede apreciar, los paladares
exquisitos.
Cuando se apagan las luces, con el postigo cerrado, siguen los libros presentes, mudos, repletos de palabras en los estantes, y el único sonido audible es el crujir de la madera en su constante contracción-dilatación. Sólo papel impreso, miles de líneas escritas. A pesar de las imaginaciones mas desbordadas sus páginas permanecen cerradas, desde sus ilustraciones no salen a pasear quimeras, entre los estantes no discurren cabalgadas guerreras ni penden desde el paño hasta el suelo los rubios y recios cabellos de una princesa de cuento. El servicio de vigilancia nunca detectó o informó de luces, de sonidos, de ruedas chirriando, cruces de espadas o disparos a tutiplé. Cabe pensar que quisieran conservar el trabajo a que les tomasen por desvariados.
No hay nada mágico en la soledad librera. Eso sí, las gentes que gustan de usar libros parecen transponerse a ciertos lugares inapropiados que en el fondo ellos mismos generan, lo denota esa mirada perdida, ese caer en trance de conspicuos lectores o de infantes refugiados de la lluvia. Una tendencia que aflora en el aficionado a leer, la de montarse sus propias películas.
La historia verdadera no es muy truculenta, cómo iba a serlo si hablamos de una biblioteca. El caso es que se habla de una bibliotecaria, siempre enredada en el más allá, que tenía ciertas facultades, o eso se comentaba. Y un día, en el sosiego de una tarde de invierno, invitó a los presentes a una sesión donde compartir lo que ella sentía, hizo los preparativos, entre veladas sonrisas y cierto nerviosismo de los presentes. Acoplados al círculo mágico lo vieron todos los que allí estaban y duro menos de un segundo; tijeras que se abrían solas desplazándose encima de la mesa sin que nadie las tocara, unos centímetros tan solo pero una distancia suficiente para dispérsales instantáneamente, tras un silencio y un mirarse atemorizados. Rápidamente, y sin mediar palabra, cada cual volvió a su sitio, nadie osó comentar nada; se reflejaba en los ojos los gestos de suficiencia. Un acto de valentía de cara a los demás que intentaba ocultar el miedo bajo la piel instalándose en su nueva casa, erizando la piel sin motivo, prestando atención a los crujidos del edificio, y el mirar de soslayo para eludir sorpresas.
Pocos días después, con el ánimo aún desasosegado por la experiencia vivida surgió, la inexcusable necesidad de ir a por un libro a un lugar apartado, ajeno a la sesión aquella. Un libro de esos que algunos dicen antiguos, otros simplemente le dicen viejos, y que son de los que se apartan para consérvalos en un depósito escondido tras doble puerta, donde en ajados armarios de auténtica madera se ordenan ínclitos tomos tras los cristales de las vitrinas.
Es el momento de recoger las llaves, cargar con ellas, por un largo pasillo flanqueado de estanterías, atravesar la sala para al final topar con la doble puerta con dos llaves. Con una llave la entrada principal, deja pasar un poco de luz, apenas un hilo, útil para abrir la segunda portezuela, la que está justo detrás de la principal. (Al abrir un tanto la puerta, el tenue hilo de luz permite vislumbrar el pequeño recibidor que da acceso a la siguiente estancia)
Lo alucinante es que para llegar al umbral recóndito hay que encontrar la puerta detrás de la puerta.
Descubierto el paso, a tientas se enciende el interruptor, tras el parpadeo irritante de los fluorescentes aparece ante la vista una estancia con vitrinas, y tras sus cristales, los libros.
Armarios de ajada madera, desde el suelo al techo con puertas de madera al ras del suelo, y de vidrio, desde la altura de los ojos hasta el techo. Todas con llave que en realidad cumplen funciones de pomo. El cristal transparente los protege del polvo de años, los cuida, y a la par deja ver los títulos de los que ha tiempo fueron arrinconados: un "Mathemathische analyse des raumproblems"; unos principios "... mathématiques de la mécanique classique"; un tratado "... metódico de matemáticas elementales"... y así hasta el olvido.
Y se recorren con la mirada los lomos de centenares de libros, con el regusto de ver estantes repletos, colmados.
Lugar de inesperados sucesos.
Cómo expresar lo que al principio es solo intranquilidad, desasosiego, notar como de a poquitos, la sensación de no estar solo cuando se sabe que ahí no hay nadie más. Con nerviosas manos se revisan los lomos de los libros hasta encontrar la signatura concreta, se coge el ejemplar... y al cerrar la vitrina... el reflejo borroso de una imagen de más.
Tuvieron que volver dos valientes, los más escépticos, para apagar las luces y cerrar las puertas, ellos no vieron nada, es verdad, pero ya nada volvió a ser lo mismo.
Desde entonces viven en silencio, con esa sensación: lo único que pueden hacer es ir acompañados para evitar la presencia de lo ausente. Tienen sumo cuidado de no pasar hasta que estén encendidas todas las luces del enrarecido ambiente.
Algunos rezan para que no les toque ir a por los libros olvidados.
La habitación de los libros encerrados y tal vez, sólo tal vez, guarda no sólo libros, sino que también esconde lo indefinible: una torsión del tiempo en el espacio reducido de un depósito de Biblioteca.
Cuando se apagan las luces, con el postigo cerrado, siguen los libros presentes, mudos, repletos de palabras en los estantes, y el único sonido audible es el crujir de la madera en su constante contracción-dilatación. Sólo papel impreso, miles de líneas escritas. A pesar de las imaginaciones mas desbordadas sus páginas permanecen cerradas, desde sus ilustraciones no salen a pasear quimeras, entre los estantes no discurren cabalgadas guerreras ni penden desde el paño hasta el suelo los rubios y recios cabellos de una princesa de cuento. El servicio de vigilancia nunca detectó o informó de luces, de sonidos, de ruedas chirriando, cruces de espadas o disparos a tutiplé. Cabe pensar que quisieran conservar el trabajo a que les tomasen por desvariados.
No hay nada mágico en la soledad librera. Eso sí, las gentes que gustan de usar libros parecen transponerse a ciertos lugares inapropiados que en el fondo ellos mismos generan, lo denota esa mirada perdida, ese caer en trance de conspicuos lectores o de infantes refugiados de la lluvia. Una tendencia que aflora en el aficionado a leer, la de montarse sus propias películas.
La historia verdadera no es muy truculenta, cómo iba a serlo si hablamos de una biblioteca. El caso es que se habla de una bibliotecaria, siempre enredada en el más allá, que tenía ciertas facultades, o eso se comentaba. Y un día, en el sosiego de una tarde de invierno, invitó a los presentes a una sesión donde compartir lo que ella sentía, hizo los preparativos, entre veladas sonrisas y cierto nerviosismo de los presentes. Acoplados al círculo mágico lo vieron todos los que allí estaban y duro menos de un segundo; tijeras que se abrían solas desplazándose encima de la mesa sin que nadie las tocara, unos centímetros tan solo pero una distancia suficiente para dispérsales instantáneamente, tras un silencio y un mirarse atemorizados. Rápidamente, y sin mediar palabra, cada cual volvió a su sitio, nadie osó comentar nada; se reflejaba en los ojos los gestos de suficiencia. Un acto de valentía de cara a los demás que intentaba ocultar el miedo bajo la piel instalándose en su nueva casa, erizando la piel sin motivo, prestando atención a los crujidos del edificio, y el mirar de soslayo para eludir sorpresas.
Pocos días después, con el ánimo aún desasosegado por la experiencia vivida surgió, la inexcusable necesidad de ir a por un libro a un lugar apartado, ajeno a la sesión aquella. Un libro de esos que algunos dicen antiguos, otros simplemente le dicen viejos, y que son de los que se apartan para consérvalos en un depósito escondido tras doble puerta, donde en ajados armarios de auténtica madera se ordenan ínclitos tomos tras los cristales de las vitrinas.
Es el momento de recoger las llaves, cargar con ellas, por un largo pasillo flanqueado de estanterías, atravesar la sala para al final topar con la doble puerta con dos llaves. Con una llave la entrada principal, deja pasar un poco de luz, apenas un hilo, útil para abrir la segunda portezuela, la que está justo detrás de la principal. (Al abrir un tanto la puerta, el tenue hilo de luz permite vislumbrar el pequeño recibidor que da acceso a la siguiente estancia)
Lo alucinante es que para llegar al umbral recóndito hay que encontrar la puerta detrás de la puerta.
Descubierto el paso, a tientas se enciende el interruptor, tras el parpadeo irritante de los fluorescentes aparece ante la vista una estancia con vitrinas, y tras sus cristales, los libros.
Armarios de ajada madera, desde el suelo al techo con puertas de madera al ras del suelo, y de vidrio, desde la altura de los ojos hasta el techo. Todas con llave que en realidad cumplen funciones de pomo. El cristal transparente los protege del polvo de años, los cuida, y a la par deja ver los títulos de los que ha tiempo fueron arrinconados: un "Mathemathische analyse des raumproblems"; unos principios "... mathématiques de la mécanique classique"; un tratado "... metódico de matemáticas elementales"... y así hasta el olvido.
Y se recorren con la mirada los lomos de centenares de libros, con el regusto de ver estantes repletos, colmados.
Lugar de inesperados sucesos.
Cómo expresar lo que al principio es solo intranquilidad, desasosiego, notar como de a poquitos, la sensación de no estar solo cuando se sabe que ahí no hay nadie más. Con nerviosas manos se revisan los lomos de los libros hasta encontrar la signatura concreta, se coge el ejemplar... y al cerrar la vitrina... el reflejo borroso de una imagen de más.
Tuvieron que volver dos valientes, los más escépticos, para apagar las luces y cerrar las puertas, ellos no vieron nada, es verdad, pero ya nada volvió a ser lo mismo.
Desde entonces viven en silencio, con esa sensación: lo único que pueden hacer es ir acompañados para evitar la presencia de lo ausente. Tienen sumo cuidado de no pasar hasta que estén encendidas todas las luces del enrarecido ambiente.
Algunos rezan para que no les toque ir a por los libros olvidados.
La habitación de los libros encerrados y tal vez, sólo tal vez, guarda no sólo libros, sino que también esconde lo indefinible: una torsión del tiempo en el espacio reducido de un depósito de Biblioteca.
10 de julio de 2015
Oscuro manto
Bajo el oscuro
manto de la noche se encienden las luminarias del poblado, allende lo profundo
del bosque donde se refugian los últimos recuerdos del reino de los olvidados.
Las añoranzas
de un pueblo por el pasado esplendor, abocados como están a residir en tierras
inhóspitas.
Manos
encallecidas, aquestas que otrora portaron cetros, espadas, sedas, mantos de armiño. Historias de un pretérito
perfecto, agora sueños, fantasías, recuerdos míticos.
La
civilización del fulgor más exultante, la de los palacios dorados y las tierras
feraces, se perdió, se esfumó de un día para otro, olvidado el favor que les
dispendían los dioses.
Cuentan los
viejos de algún sórdido pecado cometido por la grey y los divinos
irritados cesaron en sus regalías y protección, entonces acosados por la
presión de los otros y ante los nuevos peligros sobrevenidos, debieron
refugiarse en la selva impenetrable en la frontera del reino donde se creyeron
a salvo, y donde pronto descubrieron la inutilidad de la huida cuando vieron
caer, uno a uno, los árboles centenarios. El clareo de la vegetación causada por los extraños con sus nuevas y
viejas bestias, que cómo la plaga de carcoma horadaba, secaba, mutilaba, se
comía la linde de la selva, dejando tras de sí un reguero de heces.
Acosados por
fieras poderosas de faz satánica y cuernos, entrenados por sus amos robaban a
los niños para comérselos.
Engendros del
Averno secuestran damiselas, y las abandonan, después de usar, con el cuerpo
destrozado o la mente perdida; de algunas no queda ni rastro que sus allegados
puedan honrar y en su busca parten desesperados rastreando la algaida, y
penetran incluso en tierras ajenas, mas allá de los confines de la selva en
busca de noticias o sus restos.
Los poderosos
guerreros nada pueden hacer sin la divina protección, enfrentados a bestias de
colmillos ponzoñosos y a su saliva aún más turbia. Lanzan sus escupitajos,
certeros casi siempre, y producen la
muerte entre gritos de dolor por la piel quemándose, perdiendo capa a capa de
dermis, revelando las terminaciones
nerviosas en un tormento insaciable, todavía vivos, palpitantes; servir de
alimento ahí mismo donde fueron abatidos. Otros, envueltos en fluidos expelidos
desde el bajo vientre, encartuchados en un capullo impenetrable, son arrastrados
a las despensas de sus guaridas, y estremecidos aguardan el momento de ser
devorados, en las orgiásticas bacanales de los Avernobostas y sus
crianzas.
***
Siempre
atentos sin descuidar la atención, otean los vigías el horizonte expectantes al
menor atisbo de peligro. Cundir la alarma y huir con unas pocas pertenencias,
hacia las partes más profundas del bosque inacabable.
Siempre
escapar, las limitadas fuerzas carecen ya de su brío característico, del poder
imprescindible con el que enfrentarse a los Avernobostas.
Oran por la
vuelta de los dioses protectores que les devuelvan aquellas armas infalibles y
poderosas con los que aniquilar fieras.
Procesionan
cada día con sus reliquias sagradas en pos de una atención divina.
Cada vez queda
menos espacio a donde ir, cada vez el bosque, infinito, lo es menos.
Algunos temen
que se agote la fronda.
Hasta ahora no
transcende la mala noticia. Las malas nuevas que los exploradores más arrojados
les traen.
Han llegando
al final de la espesura, donde solo la tierra sulfurosa y sus emanaciones lo
ocupan todo, el desierto que ni siquiera las bestias visitan por inhóspita.
***
-Nos
informan que el fin del mundo está cerca.
Fue por no
alarmar al pueblo.
Y ahora éste,
ofendido, echa la culpa a sus dirigentes por falaces y engañadores, les acusan
de preferir conservar sus ahora escasos privilegios, de conservar su poder, su
posición en el reino, con las falsas promesas de una vuelta de los dioses que
los mimaron y velaron, cuando eran el pueblo preferido.
Que les queda
ahora cuando el limite del bosque esta mas cerca sino la desesperación y el
nihilismo.
Algunas
revoltosos seducidos por la anarquía asaltan las casas de los provectos
próceres, tomando las sagradas pertenencias de algunas de las familias más antiguas
y nobles.
¡Es el Caos!
¡Es la Anarquía !
Algunos se
reunieron en conclaves secretos y tras invocar a los santísimos protectores y
sobrevenir el silencio, se quitan la vida unos a otros, en aquelarres de sangre
y padecimiento.
La
desesperación los invadió.
Nadie sabe que
hacer ahora.
¿Acaso estamos
condenados a la extinción?
Un clamor sale
de las gargantas del pueblo.
¿Porqué?.
Que hicieron
para merecer esto, por qué en su momento
fueron alimentados de ambrosías y ahora se dirigen hacia el abismo de la
desaparición, cual fue la ofensa que les alejo de ellos y que todos ignoran.
¡Tal vez
conocido el pecado se le podría poner remedio!
Podrían
rescatar viejos rituales.
Elaborar unos
nuevos.
Encontrar los
sacrificios necesarios para lavar la imagen manchada.
¿Alguien lo
sabe?
Que le queda a
un pueblo sin esperanza.
***
-Y el loco
Y el loco no
para de reír, huye corriendo de los palos que le sueltan para que calle, y
subido a los árboles con las ardillas, les tira cáscaras de nueces y se carcajea
sujetándose las tripas, haciendo muecas soeces, soltando flatulencias que a
todos apestan.
Y canta,
“erais tan guapos larala, erais tan guapos larala”.
Y erais tan creídos y orgullosos. Y los otros solo eran
diferentes, pero tenían hambre, tenían sed. Y no les disteis nada, les
arrojabais destempladamente de vuestro lado por no mancharos, y entonces
ocurrió, se hartaron y tomaron lo que les vino en gana. Ahora ellos son tan
guapos y vosotros tan feos.
Campan a sus
anchas por los restos de las villas, mancillando las orgullosas edificaciones
del pueblo de los preferidos.
Arañan las
tierras con sus maquinas extrayendo los frutos que antaño eran de nuestra
exclusividad, derrumban o reconstruyen a su antojo sin importarles para nada la
historia que encierra cada pedazo de piedra, o el sudor que empapa cada trozo
de tierra. Nuestras esculturas, nuestros monumentos jalados hasta doblarlos,
por algún tiempo abandonados; y cuando les apetece recogen los restos para
fundirlos si procede, o triturarlos para
gravilla si no le ven otra utilidad, es su costumbre aprovecharlo todo,
rentabilizarlo.
El loco sigue
riendo, riendo, luego se calla y se esconde en algún rincón que solo él conoce.
Dice la
antigua tradición que a veces los locos te dicen la verdad.
Dicen la
verdad aunque no te guste.
10 de abril de 2015
Flautista
La vi pasar taconeando la calle con vigor inusitado
y quise seguirla para declarar mi admiración, no era el único, detrás de ella
un nutrido grupo de varones caminaban decididos con idéntica intención,
mirándose entre ellos con evidente malestar.
Aunque nunca he
tenido instinto gregario me sumé a la marcha de los que seguían a la hembra.
Marcaba un paso
ligero que nos obligaba a trotar para no perderla, dejando en el camino un
reguero de machos desilusionados presos de todo tipo de calambres arrastrándose
patéticamente.
Los pilluelos
nos jaleaban, animándonos hipócritamente, entre aspavientos para, al final
entre burlas y veras unirse al desfile, marcha, procesión o como quiera
definirse.
En esos momentos
el dolor de bronquios me recordó todas las veces que intenté dejar de fumar, y
miraba con envidia el paso alegre de algunos compañeros de marcha.
Por más que aligerásemos no se acortaba la distancia
que nos separaba de ella.
Cuando me di cuenta que nos dirigíamos al muelle
renacieron mis esperanzas de poder alcanzarla. Pensamiento ilusionado que vi
reflejada en la cara de tantos.
***
La noticia
saltará a los medios más o menos de esta guisa:
“Al principio unos cuanto hombres siguen a una
mujer a cierta distancia, al llegar a la avenida es una marcha multitudinaria
que interrumpe el tráfico rodado. A la manifestación se han unido los
antidisturbios masculinos y los agentes de movilidad local. Las compañeras
reclaman ayuda por radio, otras intentan interponerse infructuosamente. Hay
estupor en la voz de los que gritan y una pregunta que se repite. ¿Adónde vas?
¡ Vuelve aquí ¡
Los niños lloran por sus papas alejándose.
Una extraña
locura se apodera de los hombres. Las pocas mujeres en puestos directivos, en
contacto con las secretarias, intentan tomar las riendas de la situación.
Hay una proclama
general solicitando calma y trabajo para salir de la crisis, y un llamamiento a
las emprendedoras para que se pongan en contacto con las autoridades locales.
****
Llegan los primeros
aromas desde el puerto cercano y eso me lleva a deducir nuevas posibilidades.
El mar que se interpone en nuestro camino fue en el pasado la vía de los
sueños. Tengo la sensación de participar en una gran aventura y comparto con
mis compañeros la exaltación del momento. Soy un argonauta y desde el
fondeadero embarcaré en la Nao de Jasón hacia el descubrimiento, hacia la
conquista, tal vez a otros planetas. Otra dimensión.
En el muelle se
resolverá todo. Ahora que lo pienso, el amarradero debe estar atestado de
barcos para acoger a tantos como vamos.
Va a ser un espectáculo impresionante.
*****
Ella llega a la
punta del espigón donde se detiene mirando al mar. Con un movimiento elegante
se desprende de su ropa, sea lo que sea lo que lleve puesto, y desde su
refulgente desnudez se zambulle al agua. Tras una duda inicial se produce una
desbandada general de hombres enardecidos saltando en pos de ella.
Y saltan de
cabeza, de pie, de cualquier manera, algunos frenéticos, otros con aparente
dignidad, algunos empero caen atropellados, empujados por los que vienen
detrás. Todo un reguero de hombres se extiende desde el malecón hasta la bocana
del puerto. Les ves alejarse, nadando tras ella
los más atléticos. Los más sebosos van hundiéndose junto a los enfermizos,
compartiendo unos últimos ahogos.
Tal era la
multitud que el siguiente que saltaba caía sobre los cuerpos de los anteriores.
De alguna manera se incrementó la plataforma y los siguientes caminábamos sobre
los cuerpos rotos de nuestros antecesores, y seguíamos arrastrándonos hasta
alcanzar el agua para entonces nadar.
La natación es
un trabajo fatigoso cuando se realiza con inquietud y en ropa de calle.
El triste
espectáculo del cansancio va dejando en el agua burbujas de los ahogados y su
pelea por salir a flote; ceden la marcha un instante pero quieren continuar sin
fuerzas y por esto se hunden y vuelven a salir en vanos intentos hasta que
rendidos dejan cómo única muestra de su paso una burbuja efímera.
Incansables
nadadores siguen la estela cada vez más lejana.
El cansancio me
ralentiza. Se suman los primeros calambres. El dolor me mantiene consciente
mientras me hundo.
A mi lado las horrorizadas caras de otros hombres.
Conscientes de la cercanía de la muerte al tragar un agua que entra con dolor
en los pulmones hundiéndonos más deprisa.
Empiezo a ver
esas lucecitas blancas. Y me pregunto qué me pasó, qué me llevó a seguir
enardecido a la mujer. Hechizado, magnetizado, no sé.
Y me resulta
inconcebible.
Soy homosexual.
FIN
DE LA SIRENA DE HAMELIN
4 de febrero de 2015
En la atalaya. (Soberbia)
Perdido en la cima de mí atalaya
Vislumbro
el futuro que espera.
Y
solo veo pasado.
Escondido en la
cima,
recogido en mi
mundo.
Observo
discurrir los días,
pasar los años.
*
Los necios y sus acólitos caminan
preocupados por su planeta.
Estultos eslóganes para remedar presentes,
una nula visión de futuro les hace repetir la misma rutina.
Una, y otra vez, por si en su machacona insistencia mejorara su previsión más aciaga.
Estultos eslóganes para remedar presentes,
una nula visión de futuro les hace repetir la misma rutina.
Una, y otra vez, por si en su machacona insistencia mejorara su previsión más aciaga.
*
Si
te embarcas en un viaje entre los entresijos de tu memoria,
puedes recordar
cosas que no te gusten.
Con
los sueños te puedes plantear ser un conquistador de tierras ignotas.
*
Del fuego
hay una grabación, disponible en cinta, DVD con sonido “surround”
en la que
se puede ver y oír el crepitar del
fuego durante hora y media.
Es un recurso ecológico para no
quemar madera.
Hay una grabación, 20 minutos de ocaso, se puede mirar sin gafas de sol.
*
Hoy he
nacido con un verso en la boca,
ahora
sólo me falta encontrar a alguien a quien tirárselo al paso.
*
Los hijos son
los accidentes
Geográficos de
los padres.
*
El aire fluye
indolente.
El pensamiento
fluye indolente.
Los besos fluyen
indolentes.
El camino que
fluye indolente.
Esa Alameda que
fluye indolente.
*
Las manos, dedos
que flotan
sobre axiomas
incomprensibles,
inasibles.
*
La mar
impasible.
Insospechada
relación.
Incuestionable
pregunta.
La sinrazón de
un verso.
El verdor
plantado.
La lucha por el
pan.
Añoro esos años
que hablan del recuerdo ingenuo.
Pienso en parvas
mentiras.
Pienso en formas
tenues de antiguos quehaceres.
Busco una frase, tajante y sublime.
El aire que trae
no moja la lluvia.
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