-->
El Misterio
de los libros
El trabajo con los libros en una biblioteca tiene una rutina
ampliamente conocida, también lo es cierta peculariedad de estos, el
desaparecer de su lugar sin que nadie sepa el motivo.
Claro que hay sustracciones, pero lo curioso no es eso, sino la
sorprendente capacidad de algunos libros por aparecer colocados en anaqueles
distantes de donde deben. En principio, solo es la extrañeza que puede derivar
en irritación cuando un lector insistente inquiere sobre él y no se puede dar
una explicación convincente.
En las salas de acceso abierto se achacaba a la mano enredadora
de algún lector que lo colocaba al albur de su propio criterio, pero yo sabía
que no era cierto y sospechaba de extraños tejemanejes entre los impresos.
Independientemente de que los volúmenes ocupen el espacio de una
sala de libre acceso o en un depósito, los libros se mudan de sitio sin
conocimiento por nuestra parte.
La profesionalidad me hizo ser siempre escrupuloso en su
colocación, y soy capaz de visualizar con total exactitud el momento cuando
deje un tomo en su lugar.
En su tiempo, llevado por la curiosidad, intenté unas
pesquisas conversando con circunloquios con las compañeras y los compañeros,
que de todo había, sin alcanzar conclusión pertinente. No obstante, me abstuve
de expresar mis sospechas a los responsables, a los jefes o a la
dirección, pues reconocida mi afición a la lectura implicaba ello fama de
libresco y sé que me hubiesen tildado de fantasioso.
Me lo callé.
El tiempo nos trajo nuevas tecnologías y con ellas las cámaras
digitales, eso me dio la oportunidad de pergeñar un plan estratégico conducente
a visualizar las estanterías cuando no había nadie. Armado de mi primera
máquina y su trípode, la instalé entre las calles que forman las estanterías.
Un infrarrojo permitía encender el dispositivo al menor movimiento y tras diez
segundos de inactividad quedarse en stand-by. Dicho y hecho.
Mi empeño no tuvo en cuenta las dificultades hasta que, el paso
de los días y tras horas de paciente visionado, no se veía movimiento alguno.
Cambié la cámara de sitio varias veces, como si nada. Solo monotonía y días
infructuosos.
No desistí en mi empeño y, fruto de mi paciencia, fue la
grabación de un libro cayendo al suelo y de lo que luego aconteció.
Un libro expulsado de su lugar empujado por el resto de
sus compañeros que lo habían zarandeado hasta precipitar su caída. Los vanos
intentos por recuperar el sitio asignado eran impedidos por sus propios
compañeros abriendo y cerrando tapas, agresivamente. Por tales incidencias
salían con hojas dobladas o las tapas maltrechas.
Al final, vencido por el número, terminaba en el suelo
deambulando sin rumbo. La filmación de suceso tan increíble es una cosa que aún
hoy, pasado el tiempo, me sigue anonadando. Claramente se visiona a los libros
moverse con la ondulación propia de un acordeón hasta el instante en que un
lomo sobresale y el ritmo de las olas de papel impreso aumenta y aumenta hasta
que, irremediablemente, el tomo es expulsado y cae, cae hasta toparse con el
suelo; entonces vi al libro realizar unos movimientos que definiría como
peristálticos hasta conseguir izarse a la vertical. Para mi asombro, extendió
las tapas que agitó a modo de alas de paloma hasta elevarse con cierta torpeza
hasta la balda de donde lo habían expulsado e intentó volver a su lugar, pero
los otros libros se giraban sobre sí mismos para utilizar sus tapas como picos
de ave. Los más agresivos, sin duda, los encuadernados que, gracias a sus
refuerzos, se destacaban en la lid.
Infructuosos o vanos empeños que a lo sumo le acarrearon
deterioros variados en la cubierta y en sus páginas, tristemente lo vi
desistir, los daños sufridos o la fatiga le hacen posarse en el suelo donde,
verticalmente, empezó a caminar de esa forma tan curiosa que tienen los
pingüinos en tierra balanceándose para que su impulso los lleve un paso
adelante.
Pude seguir su paso vacilante entre las calles, hasta encontrar
un sitio en el que lo aceptaron; para su ascenso de nuevo recurrió a su
capacidad de aleteo de tapa con sus hojas vibrando sutilmente. Me maravillaba,
pues su torpe caminar chocaba con el grácil aleteo de sus tapas abiertas con el
que se sustentaba hasta llegar al estante donde se asentó tras ímprobos
esfuerzos.
Desconocía el motivo del rechazo de unos y de la aceptación de
otros. Cuáles eran las causas, el motivo de este nuevo caso de acoso cultural
protagonizado en este lance por los propios, no podía acusar a nadie, y
desconozco si existe alguna ley defensora del libro y su integridad. Físicamente,
ya sé que sí en lo referente al contenido o propiedad intelectual, pero en lo
físico, nada. Exceptuando lo referente a los libros que de puro viejos alcanzan
la categoría de antiguos.
Se me planteó el problema de la comunicación. Interactuar con
los libros en un diálogo conducente al esclarecimiento de lo sucedido.
La dificultad es máxima si consideramos qué. Primero: carecen de
paneles auditivos. Segundo: no disponen de aparato fonador.
Cómo carámbanos iba a conseguir por parte de tomos y volúmenes
una explicación y, no menos importante, que aceptasen en su caso la
inevitabilidad de la presencia de un nuevo ejemplar entre ellos, así lo
dictaban las instancias superiores.
Pánfilamente, me explayé con la balda díscola en una perorata
digna de mejores intenciones; obtuve la callada por respuesta, lo que me
convenció de la imposibilidad de una relación entre mi palabra y los
impresos.
Reflexionando largo y tendido opté, sin garantías de éxito, por
escribir mi discurso explicando lo necesario para que acogiesen a los nuevos
compañeros, tanto por hermandad como porque ellos no tenían la potestad de
renegar de nadie, a sabiendas de que la decisión venía de los despachos donde
sesudos catalogadores se devanaban el cacumen hasta encontrar la clasificación
idónea para luego decidir su lugar topográfico en el laberinto bibliotecario.
Para ello recurrí a una caja de folletos vacía y esperé unos
días hasta asegurarme de que la caja no sufría ninguna presión ni era
expulsada, entonces puse una primera versión de mi charla a la que añadí alguna
cuartilla en blanco y un lápiz, por si hubiese contestación. Ya sé que lo
consideraran ustedes como una posibilidad remota porque, aunque soportasen
textos impresos, eso no implicaba que supiesen escribir con un lapicero y con
la dificultad añadida de cómo sostenerlo sin dedos.
No hubo respuesta.
Tras el periodo de espera pertinente y aprovechando la caja,
coloqué el pobre volumen expulsado dentro y esperé.
Al poco tiempo, todo parecía haber vuelto a la normalidad; la
caja y el libro seguían en su lugar y las filmaciones no detectaron movimiento
esos días.
Satisfecho de mi ocurrencia, decidí llevar el experimento un
poco más lejos y extraje de la caja las cuartillas con la perorata que tan
esforzadamente había redactado, llegando a la conclusión de que mis papeles no
influían para nada. La verdad, me hubiese hecho ilusión. Era la caja la que
salvaguardaba la posición y la integridad del expulsado. Empero era
imprescindible testar el asunto, así qué quité la caja y puse el libro
sin protección en su lugar.
Como sospechaba, el libro fue expelido sin miramientos, lo que
me produjo grande tristeza; esperaba de la hermandad libresca, fuese el que
fuese el motivo del rechazo se olvidara, para ser acogido de nuevo entre ellos.
Evidentemente volví a colocar la caja de folletos vacía y dentro
de ella el libro desterrado, salvando así la situación.
*
Finalmente, pensé en divulgar lo sucedido subiendo
el vídeo a Youtube, además de enseñarlo a gente de mi confianza.
Todos
opinan que soy muy habilidoso con los efectos especiales y que podía dedicarme
a ello profesionalmente.
Pese
a mis reiterados intentos por explicar que no había manipulación alguna y que
todo era real.
He
intentado llevar a efecto una campaña en defensa del libro abandonado, pero se
burlan con esa crueldad típica de compañeros. Me llaman pesao por mis planes
para colocar donde se necesiten cajas de acogida para libros maltratados. A la
vez que se explicaba un misterio, se conseguiría que no hubiese más libros perdidos,
también era un ahorro, pues, al haber menos deterioro por peleas, se evitaban
onerosas encuadernaciones. Ante mi insistencia, me miran estupefactos y, con
una media sonrisa cansina, se alejan meneando la cabeza murmurando adjetivos
variopintos referidos a mí.
Mi
trabajo se difunde en las redes como un nuevo y espectacular meme
bibliotecario. Me preguntan para cuando el próximo.
Se
han petado las estadísticas con las reproducciones, se ha compartido hasta la
saciedad, y vuelve cada tres años como si fuese nuevo, prueba evidente de lo
pronto que se olvida todo; siempre lo likean
con dedo arriba o caritas sonrientes, y cada tres años recibo propuestas para
nuevos clips, incluso se ofrecen a pagarme, pero no tengo habilidad para los
cortos.
Se
ha conseguido llenar la biblioteca de cámaras de seguridad, se han detectado
intentos de sustracción humanas, algún acto vandálico y poco más. Por indicios
y comentarios pillados a vuelapluma, sé que hay libros que nunca están en su
sitio, pero la dirección prefiere comprar un ejemplar nuevo.
Inexplicablemente,
si el ejemplar nuevo es aceptado y encontramos el antiguo, podemos colocarlos
juntos y ya no es botado de la balda. De todo esto se puede colegir que los
supuestos responsables prefieren negar lo sucedido a enfrentarse a la realidad
de un hecho extraordinario.