Para dormir utilizo
el panza arriba o el costado derecho. El paso siguiente después de despertarme
se encamina a levantarme. Por costumbre giro de izquierdas, aunque sea de
talante conservador, por ello suele tocar mi pie izquierdo el terrazo de la habitación
en primer lugar. Evidentemente realizo mis abluciones matinales con espíritu
dispuesto, resuelto a encarar un nuevo día.
Pequeños
inconvenientes me pasan factura, y eso que pongo todo el cuidado debido: la
pasta de dientes se desborda por el cepillo cayendo, en parte, al lavabo. ¿De
qué materia estará hecho? se pega a la loza sanitaria de tal manera que cuesta
un mundo desprenderlo dejando la impresión de ser uno, sucio y descuidado.
El café siempre
demasiado caliente me quema la lengua, y un postrer vistazo a mi indumentaria
sirve para descubrir manchas ocultas en la corbata. El ascensor siempre ocupado
hace más rentable el bajar andando.
El transporte se
demora. Mi jefe me abronca nada más entrar. Todo un compendio de vicisitudes
hasta la hora del regreso a casa en otro aciago día.
Recientemente me ha
dado por leer. No por ello descuido las necesarias veladas televisivas. De vez
en cuando saco de la biblioteca alguna novela, evidentemente, la bombilla se
funde con irregular e impertinente frecuencia.
Hay días en que la
cena se quema, y otros en que mi cita llega tarde; cambios de última hora en la
actuación que voy a ver, o cualquier caso de imprevisto que se pueda uno
imaginar. Hace tiempo que he desistido de planificar mi vida, me he acostumbrado
a cierto grado de azar en lo cotidiano y en lo que pudiera ser extraordinario..
Es una realidad
constatable y no es debido a mi natural torpeza. Todo está relacionado con mi
conducta, en la manera que tengo de abandonar el lecho con el pie izquierdo.
Tal vez ...
Haciendo acopio de
toda la fuerza de voluntad de la que soy capaz iniciaré un experimento. Cambiar
el pie con el que me levanto.
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Me ha costado, pero
al final he encontrado una solución, arrimar la cama a la pared, de suerte que
me resulta natural apoyar el pie derecho al levantarme.
En pocos días pude
constatar toda una pléyade de hechos significativos que intentaré resumir.
Levantarse con el pie
derecho conlleva que la pasta de dientes esté en su sitio, que el café tenga la
temperatura adecuada y que el ascensor esté dispuesto en mi descansillo. He
encontrado asiento en el tranvía y el jefe no me estaba esperando; al acabar la jornada me ha felicitado por un
trabajo bien hecho.
Al llegar a casa todo
está en su sitio, pero silencioso. Pongo música o escucho la radio mientras
saboreo un gin-tonic repantigado en el sillón. Como último recurso contra el
silencio pongo la televisión.
Enciendo una lámpara
de ambiente que tamiza la luz del atardecer. El vaso me devuelve reflejos de
penumbras deslizándose al compás de un sol en retroceso. La ginebra no consigue
difuminar mi confusión lo suficientemente rápido para apaciguar mi ánimo.
Siempre revisitado por el espeluzno. La conciencia cabal de no estar solo, de
tener cerca una aparición vigilante todo el día, escudriñándome.
Oculto en los quicios
de las puertas. Visible tan solo por el rabillo del ojo, noto que hay una
figura oscura, difuminada.
¡En todas las
puertas!
Todo me sale bien,
sin embargo estoy aterrado. Paso las noches en vela con la luz encendida para
disipar la visión del ente en los intersticios de la puerta.
Le he visto con una
media sonrisa alargando su mano, sutil como el humo de los cigarrillos, para
cerrar su puño a la altura del corazón. Al unísono, mi víscera se constriñe
hasta pausar los latidos, y me agobia,
y me roba el aire. Intento entonces boquear en busca de un poco de oxígeno que
no existe en este ambiente enrarecido; presiento que el tiempo se acaba, que
seré presa del espectro y de su desagradable mueca.
El despertador suena,
me salva por el momento. Inicio mi rutina una vez más.
He intentado varias
veces retrasar la vuelta a casa sentado en la esquina de sórdidos cafés. Hasta
ahí me persigue y en esos sitios está como disfrutando, observo que se ríe. De
su boca abierta un pozo de negritud inmensa me hiela las entrañas.
Lo peor de todo es la
limpieza. Desde hace días las papeleras están vacías, no veo residuos por el
suelo, mi mesa aparece siempre recogida, la cocina resalta con un fulgor digno
de anuncio, hasta las sombras parecen más diáfanas y limpias.
Sin motivo aparente
sé que el fantasma que intuyo me encuentra sucio, que busca un descuido para
limpiarme, sacando mis entrañas para ponerlas en remojo, restregar con piedra
pómez toda la piel y con un estropajo frotar las circunvalaciones de mi
cerebro, saneando los sueños, los deseos, mis pensamientos. Esclavizando mi
voluntad.
Quiero seguir siendo
lo que soy, a pesar de mis miedos, de mis meteduras de pata, pero también con
mis aciertos y con mis alegrías.
En un mundo perfecto
soy una rémora, una molestia que sería conveniente erradicar. Cada día sufro de
pesadillas y ansiedad cuyo nexo común es la resplandeciente luz que lo ilumina
todo con un fulgor gélido en este cotidiano mundo. Aquí mismo, donde estamos
ahora, hay destellos de bruñido acero en la fachadas. En las casas, pulcritud y
desinfectantes. Lo más sorprendente, empero, es la ausencia de olor natural.
Nada que oler en este
mundo del pie derecho.
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Tomando las escasas
fuerzas que aún soy capaz de juntar, he vuelto a levantarme con el pie
izquierdo. Me he cortado al afeitarme; del bar de la esquina llega un fuerte
olor a chocolate con churros; ha vuelto la sensación de tener al jefe siempre
mirándome por encima del hombro; la mesa de la oficina está llena de papeles, y
en el fondo de la taza del café me he encontrado con un clip de color verde,
evidentemente no es mío, pero tengo la impresión de que puede ser un coqueteo.
Después de un día
cargado de incidentes, no todos desagradables, me lo he pensado mejor y me
decanto por la opción de no creer en supersticiones.
Seguiré levantándome
con el pie izquierdo, y dejaré que los acontecimientos se caigan encima mío,
quejándome y enfadándome como cada día.
A menos que..., ya no
sea posible la marcha atrás.
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Un hecho fortuito me
ha perturbado sumiéndome en simas ya vividas. No he sido yo el causante, sólo
un testigo inocente, alguien que pasaba por ahí. Cerca de las tapias de un
edificio en construcción, rodeando un contenedor de escombros de donde
sobresalían cristales rotos, en un atisbo apenas perceptible por la visión
periférica: la negra sombra de mis pesadillas pasadas y presentes.
Una tenue imagen
recorre el camino entre las neuronas hasta el almacén donde se esconden los
peores recuerdos, y se reconocen. No es bueno tomar conciencia de ciertas
cosas, deducir que mi sombra sigue ahí escondida en los vanos de la puerta
aunque yo no la vea, que su visión, por fugaz que sea, procede ahora del
reflejo de los cristales rotos. Y la siento cerca de mí, omnipresente compañera
de noche, escondida, vigilante de día, acechante, infatigable.
Esperando su
oportunidad.
Un instante preciso
para extender su mano en larga sombra y oprimir mi hálito... hasta la muerte.
Con estos despertares cualquiera se rompe la crisma. ¡Genial!
ResponderEliminarGracias. ¡Creo¡
EliminarY ¿has probado a poner los dos pies juntos al levantarte? Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarElga
Me ha gustado.
ResponderEliminarLlego a tu blog x la revista Ariadna, pq tu relato allí tb me gustó. Enhorabuena.
Vampi
muchas gracias. He de reconocer que da un poco de vergüenza, pero que también es agradable cuando gusta.
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