28 de octubre de 2025

 



Lo contaba nuestra madre. 2ª parte.

 

Su padre.

          Variación en mí menor

          Mi madre me contó como sopraban la leche, para quitarle la nata. Esta servía para mercar un poco de café y de azúcar, pues su padre había vuelto con esa necesidad de sus estancias en Cuba.

          Mi abuelo era un indiano, pero de los pobres.

          Marchó a Cuba, no sé qué hizo allí, pero, ahorrados unos pesos, volvió para construir un caserío en las montañas, unas pocas tierras que había que levantar y una casa por hacer, una casa nueva.

          Casó con mujer joven y pronto partió de nuevo en busca de más dinero para comprar tierras con las que acrecentar su pequeña hacienda en las montañas.

          Empinadas tierras, insuficientes tierras para sacar adelante tamaña familia. A medio camino de Boal y La Caridad.

          Sus hijos partieron al Uruguay en busca de trabajo. Años después, la intemerata de años después, llegué a conocer a una prima hermana y a su marido de visita por Madrid. Mi prima, es decir, la sobrina de mi madre era mayor que mi madre, a mí eso siempre me creó una extraña fascinación y las miraba, las dos de pelo blanco, las dos abuelas, tía y sobrina.

          Mi madre y el tío Miguel conocían a sus hermanos mayores por carta, porque ellos nacieron con la segunda y definitiva vuelta del abuelo Ulpiano, que, ya más descansado, en las tierras que había comprado con ese dinero, trabajosamente ganado en Cuba, se las ingenió con la abuela para propiciar el auge de la cabaña humana de montaña.

          Y los pequeños crecieron con él presente, su café y su hernia.

          En unas tierras tan pinas, que era necesario subir cestos de tierra sobre la cabeza o sobre las costas, a lo alto del eiro. Intentar fijar la tierra que se les escurría ladera abajo. Sujetar la tierra para sembrar un poco de trigo o unas patatas o maíz.

          El maíz sirve para todo: los tallos para las vacas, de las mazorcas se saca grano para las aves de corral, también se hace harina, y se tuesta, y se le hecha leche soprada, y se lo daban a mi madre para cenar, y lo odiaba.

         Las gachas, la harina de maíz tostado con leche o con caldo. Una vez compré Corn-flakes, mi madre me miraba raro y no consintió en probarlo, decía que era comida de cerdos. A mí, en cambio, me gustaba el maíz tostado, en eso me parecía al tío Miguel. Supongo que, además, influía la cantidad de azúcar del tueste y la cantidad de azúcar que le añades con la leche. Había una variación, y era tomarlo con el caldo de rabizas, que sempiterno reposaba al lado del fogón.

          Mi madre decía que ella odiaba las gachas de meiz, pero que, si no se lo tomaba, su madre se lo guardaba para el desayuno o para la comida —pero la señorita se lo iba a comer—. Al final, mi madre se rendía por hambre y comía el maíz tostado, con un pelín de reproche a su hermano Miguel que se las comía con tanto gusto.

          Cuenta mi madre de la suya que, al llegar el sábado, preparaba un hatillo con una docena de huevos y con la mantequilla (que se hacía con las natas que durante la semana le habían sacado a la leche dejándola desnatada, quiero decir soprada). Mercaba la abuela en el emporio de la zona, la villa de Boal, importante núcleo urbano con casas solariegas y con poeta, pues, sino recuerdo mal, Carlos Bousoño es de esa tierra. Se vendía o se cambiaba, que no presté mucha atención, por un cuartillo de azúcar, un cuartillo de café y un poco de tabaco para padre.

          El abuelo. Ulpiano.

          Ulpiano, sonoro nombre de un abuelo que no conocí, asociado a un pocillo con café y a una petaca con tabaco de liar.

 

 


 

21 de octubre de 2025

 

 


CLUB DE LOS SUFRIDOS

 

 

          Esta es la historia de un mendrugo, conocido también como chusco, por su similitud con esos panes que les repartían a los militares sin graduación cuando prestaban sus servicios a la patria en los tiempos en que era un servicio obligatorio.

          El protagonista humano sería, cómo no, mi hermano, nuevo habitante en Madrid, venido con mis progenitores y los suyos desde una aldea asturiana. Cuando la posguerra se había instalado definitivamente en la ciudad.

          Los años del hambre.

          Vivíamos en una habitación alquilada con derecho a cocina.

          Encima de la mesa, el resto de un chusco cae distraídamente en posesión de su mano, está un poco duro.

          —Ya no hay vuelta atrás, sus huellas están en el cacho pan.

          —¿Qué hacer? Ya de perdidos al río.

          Una mirada alrededor de la cocina y silencio. Una rápida huida a la habitación alquilada con derecho a cocina.

          En un momento se refugia debajo de la cama de nuestros padres, entre el somier y la baldosa, sin que nadie le moleste, en silencio.

          Empieza a roer el pan duro hasta que ni rastro de migas quedan. Una labor constante y paciente, desmenuzando el pequeño trozo de pan. Al final se ha quedado un poco dormido, en duermevela.

          Una escoba diestramente utilizada le saca de su sopor y le empuja a salir de debajo de la cama.

          No hay rastro del crimen, se comió las pruebas, nadie le ha visto, aun así, deducimos que ha sido descubierto. Las expresiones de nuestra madre y las formas que van tomando su cara, no dejan lugar a dudas.

          —Le han pillado.

          Se ha ganado una somanta a palos, una muy seria reprimenda y unas miradas de lo más inquisitoriales. Se deduce de toda la diatriba que el pan no era nuestro, era de la otra familia con derecho a cocina o de los caseros, información que no recuerdo con exactitud, porque no me lo contaron o porque nunca me lo dijeron.

          En la saga familiar quedó registrado el evento como la sustracción del chusco, o el chusco a secas.

          Se aceptaba como eximente el estado de hambre crónica de los residentes de la casa y aledaños.

          La fama de mi hermano como hombrecito cabal bajó muchos enteros. Y sirvió años después, en un tiempo estimado, de bastante prolongado, de risas, cuchufletas y sonrisas variadas por parte de los hermanos pequeños.

          Era tan divertido imaginarse a mi hermano tan pulcro, debajo de la cama, comiendo pan duro.

          Y lo repetíamos, de esa forma tan cansina que todos los críos saben utilizar hasta destrozar los nervios de los adultos.

          —Otra vez. Cuéntalo. Otra vez, porfa.

          Ahora sé que era cruel.

          Mi hermano, al contrario, supo convertirlo en una victoria dulce para el recuerdo y fundó para nuestras risas, el aclamado Club de los Sufridos, del que se autonombró secretario a perpetuidad; como presidenta, nuestra madre, cómo no, y a mí me dejó ser miembro permanente de pleno derecho por ser el benjamín de la casa y por tener predisposición a los percances.  Poco a poco, se fueron incluyendo todos los miembros de la familia, también cónyuges y, con el tiempo, las nuevas generaciones crearon una amplia, no muy extensa, pero selecta selección de asociados o miembros de pleno derecho del Club de los sufridos.

 

14 de octubre de 2025

 



La casa rota

 

          Haciendo esquina, en la manzana de la calle donde vivía, había una casa rota.

Un nombre para identificar el lugar, que luego he oído repetido para definir otros lugares, otras geografías.

          La fachada en un ladrillo visto con impactos, tenía, o así lo recuerdo, una especie de arcos en la fachada de la planta baja, unos arcos sin vano, mero adorno que agradaba a la vista.

          No tenía portal, no tenía ventanas, estaban tapiados los huecos con algún tipo de ladrillo, distinto del conjunto, que lo afeaba.

          Mis padres, gente de orden, pobres, afines al régimen, me enseñaron a desconfiar de los habitantes de la casa rota.

          —Ten cuidado y no andes remoloneando por ahí, no sea que llegue la policía.

          Con algún chiquillo del lugar me aventuré entre los escombros que servían como hogar a estos chavales y sus familias.

          Una vez, solo una vez, hay en mi memoria un recuerdo de sus gentes. Hoy me arrepiento de no saber quiénes eran, por qué acabaron allí, en la casa rota.

          Me resultaba mágico correr con otros chavales entre los cascotes, mientras los adultos trajinaban en sus quehaceres.

          Veíamos a una mujer haciendo la comida y me pareció ver a un hombre leer el periódico.

          Un día desaparecieron sus habitantes y los huecos fueron tapiados consistentemente, un día, y en silencio.

          Un tiempo después, la casa fue demolida a puro golpe, con sudor y piquetas, y empezó la construcción de un edificio moderno. Al ocupar su lugar, conservó algo de la magia antigua. Una impronta del pasado con un artilugio del futuro.

          Dos cosas embellecen su recuerdo. 

          Lo exótico de un garaje con portón elevadizo, del que brotaba, de vez en cuando, algún vehículo, en tiempos en los que eran innecesarios los garajes en Madrid, habiendo tanto sitio en la calle. 

          Y en la propia esquina, una librería de estrambótico nombre, Antonio Machado. Nunca entré, aunque pasaba el tiempo mirando sus escaparates cuando estaban intactos. 

          Mirar y no tocar. 

          Y el silencio.

          Lugar de encuentro donde se podía practicar el lanzamiento de piedra y la pintura con mensaje, a la par que cualquier forma de expresión definida por su ideología.

          Tuvo su punto, antes de, durante y en la transición a la democracia.

          Mañana voy a pasar por la calle Benito Gutiérrez a propósito, y a propósito entraré en la librería Antonio Machado; a propósito, compraré un libro y a propósito será un libro de poemas de Antonio. Y otro será de Manuel. 

          Porque don Antonio se merece que recordemos a su hermano.

 

7 de octubre de 2025

 






Cine de Verano

 

          Bajo la presión del entorno sucumbe una vez más los espacios de mi infancia.

          —Me robaron el cine de verano.

          —Hasta luego Luckas.

A mí me gustaba el cine de verano.

El lugar donde veraneo. Un fuerte calor y una gran humedad. Es el Bochorno.

Había noches, calurosas noches, cargadas de bocatas. Una familia con críos, con abuelos, y con cojines.

Cojines bajo el brazo, cada uno con el suyo y unas rebecas p'al relente.

En la pantalla una peli, en la mano palomitas of course, agua, refrescos y una cerveza para papá.

Las palomitas eran nuestro premio después de acabar el bocata.

Un clamoroso estrépito saluda el trompazo que se ha ganado el villano, ese pedazo de malhechor y malandrín. Es influencia del abuelo.

El abuelo nos manda callar, pues no se entera de la película. Afortunadamente, los otros niños, en el cine no le hacen caso. Se abre la veda para vitorear en el cine.

Mi hermano pequeño siempre se duerme a mitad de la película y tengo que contársela luego. Yo me encorajino, porque si se va a dormir, que se quede en casa viendo la tele.

Abrieron un cine para todas las estaciones, con aire climatizado.

Nos cerraron el cine de verano.

Adiós al bocata, las palomitas y a volver medio dormido, a caballo sobre mi padre.

Adiós a la doble sesión continua.

Ahora he ganado, una única película, al doble de precio, con aire acondicionado y en silencio. ¡Que como venga el acomodador!...

Adiós al cine de verano. Adiós

 





1 de octubre de 2025




 Lo contaba nuestra madre. 1ª parte.

 

El hijo de un descanso.

 


          Mi hermano nació el último año de la guerra civil. En una casa. En el monte del occidente asturiano. Había ido mi padre a reponerse de las heridas sufridas en combate. La sangre joven rehabilita las heridas, restaña el vigor perdido. Y tanto vigor, junto a lo que entonces denominaban el natural uso del matrimonio, generó una nueva vida: el primogénito.
          Es mi hermano hijo de un descanso. Un descanso en la guerra.
          Tuvo mi hermano dos nacimientos, el natural y el otro.
          Existía en las casas de labranza una trapiella en el suelo del dormitorio, orientado a vigilar a las vacas, sobre todo a las parturientas. Este ventanuco permitía, sin abandonar el cálido lecho, observar su estado en las aburridas, en las frías, en las largas estancias de la oscuridad del invierno.

          Luis, que es el nombre de pila, y por el que aún le reconocemos, debía estar en los inicios de sus movimientos. Y en algún descuido de nuestra madre. Las madres también duermen. Decía pues que, en un instante, desde el ventanuco del suelo, cayó mi hermano a la cuadra.

          Felechostoxos y otra folgueira amortiguaron su caída, que fue considerable. Aun así, debajo permanecía un penedo. Así que el golpe amortiguado terminó con su sien impactando en un canto.

          De ahí su cicatriz que aún nos muestra cuando nos visita la nostalgia. Escasa la distancia, menos de medio centímetro desde su sien, a lo que hoy resta de su bregadura.      La marca de su segundo nacimiento.

          Mi afortunado hermano vino entonces a nacer dos veces, una de la forma acostumbrada y más convencional y, la otra, después de un vuelo sobre la cuadra.
Para enredarlo un poco más.

          Se hace constar como nacido en el lugar llamado Rabejo, es decir, la casa de mi madre. Pero sospecho por los relatos que debió venir al mundo en el Bao, donde mi madre residía durante la guerra civil. En casa del tío Miguel y de la tía Consuelo.
          El Rabejo, la castellanizada forma que se permitía en aquellos tiempos. Nombre que constaba en el DNI de mi madre y de mi hermano. Más tarde pasó a ser Rabexo. En virtud de la democracia, sus autonomías y la recuperación de las formas vernáculas.
          Y no es lo mismo haber nacido en el Rabejo, con ese pedazo de jota, a ser natural del Rabexo, con una equis pronunciada como una che francesa.
          Hoy desaparecido el lugar administrativamente, ha pasado a ser natural de la Caridad. Distante varias leguas, es decir, unos veinte kilómetros del lugar.
          Por algún motivo mágico parece lógico el lío administrativo, para no ser menos que los sucedidos.

          Allá por el año 39.

24 de septiembre de 2025

 


 
El volteo del benjamín

VI

 

De todas las variaciones sobre el tema me tocó nacer hijo de la portera. No era un oficio agradable, entre los sí señor y los buenos días tenga usted don Gustavo, te podían dejar un complejo de inferioridad. No es mi caso. Siempre descollé entre lo más granado de la sociedad. Puede que no salte a la vista, pero yo lo tengo claro.

Las obligaciones propias de una portería conllevan acudir presuroso a la puerta del ascensor para abrir su puerta. Vocear «ascensor» cuando algún vecino se demoraba al cerrar las puertas o subir peldaño a peldaño de escalera cuando un vecino torpe dejaba mal cerrada la puerta del elevador.

Hay frases irritantes.

—Anda, rapaz, tú, que tienes buenas piernas, sube a ver si hay alguna puerta abierta.

Y subías.

Con suerte, el ascensor se hallaba varado en el principal, y el trayecto se hacía en un pis pas, pero cuando era el séptimo, ¡ay! Cuando era el último, qué dolor.

Ese estado de cosas me llevó a conocer los números hasta el siete. Ahí paré, me creía, en mi santa ignorancia, que más arriba del siete no existía nada, eso fue motivo de perplejidad en el colegio, cuando me informaron de que, después, había más, y la repanocha era cuando, en el bachillerato me enteré de que la cosa se extendía al infinito y más allá.

Entre las obligaciones de la portería, constaba la limpieza de la escalera y el portal con una frecuencia previamente pactada.

El portal había que fregarlo todos los días; las escaleras, era suficiente una vez a la semana. En invierno o en verano, una bayeta y el cepillo de raíces para las partes en peor estado, todo ello regado por una gélida agua de esas que en invierno hacen brotar sabañones. Los vi en las manos de mi madre.

Una vez inventada la fregona de palo y cubo escurridor, se estableció un debate vecinal por la pertinencia o no del invento como herramienta útil para el aseo del portal y escalera. Básicamente, se ceñía el debate entre fregar con el nuevo invento o, por el contrario, quedaba mejor con una mujer de rodillas sobre una borra (que eso no perjudica la labor) y su cepillo de raíces, piedra pómez y demás parafernalia propia de la señora de la limpieza.

Se creó una comisión.

La comisión visitó portales vecinos para el asesoramiento, se destacó a un vecino más lejos para observar el procedimiento en barrios de postín. Las visitas generaron unos gastos de representación considerables en convites a los presidentes de los portales visitados en los que se recababa su permiso para la toma de datos.

El informe resaltaba dos visiones antagónicas: la meramente higiénica, y la vertiente económica. Desde el punto de vista técnico, el informe no era concluyente sobre si era mejor un sistema u otro En cuanto a limpieza, dependía más de la calidad de los productos y de las veces que se cambiara el agua que del hecho de estar de rodillas o utilizar fregona: la limpieza de rincones era una cuestión más del interés o dejadez del profesional de turno que del medio utilizado

Un punto controvertido fue el posicionamiento estético de uno de los miembros del comité que dedicó sus energías a ponderar la plasticidad de una señora de la limpieza de rodillas por la escalera, bayeta en mano, escurriendo la suciedad en el cubo de zinc, mientras pasaba a su lado dirigiéndose a la portera con un elegante «buenos días, portera», prueba de la calidad y buena educación del vecindario.

Lo que decantó definitivamente el debate fueron los gastos económicos y de mantenimiento del palo de la fregona que lo hicieron inviable. La comisión había agotado los recursos habilitados para innovaciones tecnológicas e incapaces las arcas de afrontar nuevos gastos, so pena de endeudarse, a sabiendas de la tajante oposición al gasto de varios de los vecinos, se decidió por amplia mayoría, aparcar la decisión hasta conseguir los fondos imprescindibles para afrontar los gastos que conlleva toda innovación, y no lastrar con una decisión precipitada la futura toma de postura de la comisión que se crea al efecto.  

Ahora que lo pienso, tal vez tuvieron algo que ver en el debate las colaboraciones realizadas por mi hermana por expresa invitación de mi madre, pues el ser aún muy cría no era óbice para un desarrollo acorde a la edad de niña bonita.

17 de septiembre de 2025

 


El volteo del benjamín

V

 

Los clérigos se veían como gente de oficio, muy profesional. Con tanta aspersión, no se podía evitar que alguna gota incidiera sobre ti, cosa por otro lado de nula importancia, en todo caso podía ser molesto una gotita impactando en el ojo de alguien. Bien por la censura que cortara los momentos más delicados, bien por su habilidad en la dispensa de bendiciones no tuve noticias de incidentes destacables en las diferentes celebraciones, la inauguración de un pantano o en el desfile procesional de las fiestas mayores del pueblo.

Las fiestas, de honda raigambre popular, donde se desataban las emociones más intensas y sublimes por amor al santo o a la virgen del lugar. He de hacer notar que muchos pueblos disponen de virgen propia para sus celebraciones o festejos, y de entre todas ellas destaca La Virgen de La Braña, que es la única verdadera y que se apareció a un pastor, como es de rigor, e hizo brotar un manantial de agua fresca, así lo afirma la tradición y no pienso dudarlo. De natural generoso, los aldeanos de La Braña permitían imágenes al uso en otras latitudes para el paseo procesional y para ayudar a las gentes sencillas a focalizar su fe y su pasión por la santina. Ello no es óbice ni valladar para reconocer que virgen solo hay una y a ti te encontré en la calle.

Y la romería, asociada al final de la procesión. En los prados de la parroquia, hermosas empanadas de carne o de pulpo, al gusto de gentes sencillas y devotas, regando los gaznates con la suave sidra escanciada por manos expertas, un queso y bollos preñaos, rosquillas de postre bendecidas en sus ramos de acebo y salvaguarda de las tierras y de los vecinos.

Normalmente, el fin de fiesta se amenizaba con un baile bajo los sones de orquestas traídas de Galicia. Me asalta la duda de si eran gallegos, porque era lo que más cerca nos pillaba o porque eran gente aficionada a la música y recurrían a ellos, porque tenían instrumentos y se habían aprendido pasodobles y alguna cancioncilla para amenizar las veladas de la romería.

 

 


 


10 de septiembre de 2025

 


El volteo del benjamín


IV

 

      En mi mundo se debatía sobre la conveniencia de la democracia orgánica dirigida por el insondable Caudillo, conductor de mano firme y vigía de occidente, látigo de herejes y masones, así como de los intelectuales a la violeta, facedores de encajes de bolillos con alguna palabra o matiz.

El discurrir de nuestras vidas estaba vigilado por las potencias extranjeras, en concreto, las ocultas tras el telón de acero y sus regímenes contra natura y sin Dios, sobre todo la URSS, cuyos habitantes escondían el rabo, pero no conseguían enmascarar el tufillo a azufre que despedían y lo difícil que era purificarlos. Lo atestiguaron los empleados de la limpieza del Bernabéu cuando les tocó adecentar los vestuarios después de la final de la Copa de Europa de Selecciones, destrozadas sus huestes por el gol de Marcelino.

Hoy en día me he enterado del resultado de aquel partido: dos a uno a nuestro favor. Durante mucho tiempo, creí que el resultado había sido de Marcelino uno, los otros cero.

De alguna manera, me sentí decepcionado. Ya no era nuestro guerrillero contra los bolcheviques, era un partido de fútbol, once contra once y, además, con árbitro. Es lo que tiene la infancia, que se glorifican los recuerdos.

De todo esto me enteré viendo el No-Do o noticiero, de obligado visionado. Entre inauguraciones y cuestaciones de la insigne familia y de los próceres de la época jurando el cargo ante su excelencia en todos estos eventos, en primer plano, o segundo, siempre salía un sacerdote, hisopo en mano, bendiciendo a troche y moche para evitar las malas influencias, siempre vigilantes, que no se sabe por dónde nos pueden venir los enredadores, desestabilizadores, infiltrados y, los más tontos, los compañeros de viaje del rojerío internacional, muy molestos, pues en nuestra sagrada tierra mordieron el polvo y fueron expulsados con todas las de la ley y el vigor de nuestro brazo en la Sagrada Cruzada Nacional.

¡Ahí es ná!

 

 

 


 


 

 

20 de agosto de 2025

  



III

 

      Con el tiempo, mi cuerpo adquirió la prestancia de un niño de tres años y con ello los imprescindibles paseos por el parque.

Mi madre era muy de su casa y le costaba romper su rutina para pasear al crío.

Mi hermana, no obstante, era más de recurrir al paseo con las amigas, y como estaba en plena y eufórica juventud, gustaba reunirse con las compañeras en los jardines del Paseo de Rosales o por el Parque del Oeste donde el grupo de adolescentes paseaban sus reales entre risas y bromas. Enseguida me cosqué del asunto y desarrollé un sexto sentido para detectar las idas y venidas de mi hermana. Cualquier intento por su parte de efectuar una salida de casa era contrarrestada con un asalto a su mano y un berreo consecuente que funcionaba como alarma y aviso para que mi madre soltara el famoso lema de llévate al crío, y que, pese a sus protesta de adolescente, no le quedaba más remedio que claudicar si quería respirar un poco de aire puro del parque. Así que juntos de la mano salíamos a la aventura, mi hermana, mi madrina y yo: en total, nosotros dos. Con el tiempo se creó entre los dos un lazo muy especial, un cariño y una complicidad con la que a veces distraíamos a mi madre y su circunspecta manera de ver la vida.

Uno de mis sitios preferidos era en un lugar conocido como los columpios y que, además, disponía de un recinto de cemento en el que en días festivos se podía ver evolucionar a críos con patines, pocos, es verdad; no eran tiempos en el que cualquiera tuviera disponibilidad económica suficiente para unos patines.

Los columpios eran únicos en el entorno, se podría afirmar que eran exclusivos en millas a la redonda y, como inconveniente, había que hacer cola, pues siempre estaban petados; el otro inconveniente era encontrar un voluntario para el izado y empuje, pues necesitaba, debido a su altura, que me auparán al madero del columpio. Adquirí cierta destreza en aprovecharme de los moscones que rondaban a mi hermana y, si querían un rato de palique, tenían que contentar al niño un rato, empujándome en los columpios. De esa guisa, y con su poquito de incordio, conseguía además alguna chuche que otra. Evidentemente, eso me creó una dependencia, un lazo con mi hermana: a fin de cuentas los paseos, algún caramelo y el que alguna de sus amigas le tocara cargar con su hermano hacía que dispusiera de compañeros de juegos, por otro lado, impepinable necesidad para el desarrollo óptimo de la mente.

Desde muy pequeño pude asistir a los más variados guateques organizados por los jóvenes del barrio, donde se podía pillar una Fanta y patatas fritas y disponer, durante un rato, de los juguetes de otros críos de la casa.

No puedo obviar el papel de los críos. Éramos la carabina de nuestras hermanas, la garantía cabal de que con los niños correteando por ahí evitarían los famosos atentados contra la moral que, para ser justos, no pasaban de algún roce, pequeños devaneos que, por mucho que se inflasen, solo eran nimiedades de adolescentes. Funcionaba, no tanto por lo que evitaba, sino como garantía que acallaba unas posibles habladurías. Sitúate en los años sesenta, y comprenderás que unas insinuaciones o una palabra equívoca podía destruir la fama y la honra de una chica decente. Se pasaba a ser una perdida por un comentario malicioso o por esos sobreentendidos que, en épocas censuradas, hicieron de nosotros expertos conocedores de las verdades ocultas y de las intenciones, hasta de los pensamientos, que podían extraerse de un respingo a destiempo.

Como muestra, los diferentes comentarios que se lanzaban los mayores con un periódico bajo el brazo, sobre todo los chistes (hoy los conocemos como viñetas, pero yo los recuerdo como chistes) que aparecían dibujados en alguna que otra de las publicaciones diarias o semanales del tiempo aquel. Claro está, no se decía gran cosa, o no se decía nada, pero un codazo y un enarcar las cejas señalando el dibujo y decir «lo has pillado», «qué fuerte», «menuda insinuación». Para mí que nadie entendía nada, y para no pasar por lerdo hacía grandes aspavientos y las famosas risas huecas que siempre se daban en voz alta para que todo el mundo se enterara que se había entendido el mensaje oculto y que no te chupabas el dedo.

«Ja, a mí me la van a dar».

«A esos se la dan con queso».

 Toda esta retahíla y otras más devenían en la nadería o en la clausura de la publicación durante un tiempo con el que el organismo competente sancionaba a los atrevidos y contumaces chistosos.

        Yo disfrutaba de los dibujos, pero debo reconocer que no se me daban los 

significados ocultos y no veía motivo de escándalo o ignominia. 

Pero como no tenía voz en el 

asunto y tampoco me preguntaban por ser de pocos años y nula influencia, los 

acontecimientos podían caer sobre la sociedad y yo, sin enterarme.                       

12 de agosto de 2025



II

 

          De la calle recuerdo los suelos adoquinados y, en verano, a un señor arrastrando una manguera con la que refrescaba el suelo por las tardes, cuando el sol consideraba conveniente calentar otros lugares. Regaba nuestro trozo de acera y la de enfrente; recogía su manguera y seguía calle arriba, arrastrándola un trecho hasta la siguiente boca de riego, donde repetía su refrescante labor. Una vez dejado el trozo de nuestra acera, aprovechábamos los vecinos del lugar para, silla en ristre, ocupar la acera. Las sillas de madera y razzia no eran plegables y había que sacarlas tal cual; las más sofisticadas disponían de floreados cojines para mayor holganza de posaderas. Un objetivo básico nos impelía, el frescor, un poco de alivio a tanto calor.

Saludos y tertulias enfrente de los portales hasta la aparición de un señor con gorra y mechero telescópico que iba encendiendo las farolas de nuestra calle. Quedaba inaugurada la noche y era la señal para recogerse a casa y cenar. Algunos se sacaban un bocadillo; otros, después de cenar, volvían como si tal cosa, en busca de un aire más fresco. Desconocíamos en aquellos momentos, o todavía no se había inventado, la comodidad del aire acondicionado y nos conformábamos con abanicos y con el cubo de agua con el que de vez en cuando salpicar la acera, refrescando el pavimento, dejando en el ambiente un aire más fresco.

Las conversaciones a veces degeneraban en chismorreos vecinales y el gracejo popular compelía a las risas o a las carcajadas, en lo que era conocida por los cronistas de la ciudad como ambiente castizo, tipismo de sainete y zarzuela. Situaciones recogidas por las plumas de afamados escritores que llenaban los escenarios de los teatros de la capital, y eran llevados de gira por provincias, haciendo reconocibles figuras señeras de nuestra ciudad como los serenos, barquilleros y aguadores.

          Los serenos eran imprescindibles con su manojo de llaves. Para que os hagáis una idea, la llave de mi portal alcanzaba fácilmente la dimensión de una cuarta escasa, y no había pantalón que lo resistiera. Las mujeres decentes no utilizaban este servicio. No eran horas para deambular por las calles, cosa de la que estaban dispensados los hombres y sus tareas, que a veces los retenían fuera de casa hasta altas horas de la noche.

Alguna mujer de redaños cargaba con la llave en su bolso, no por su utilidad para abrir la cerradura; era más por la consistencia que adquiría el bolso para deshacerse de impertinentes, petimetres, o chulos sin más.

El barquillero portaba un bidón con ruleta y cargaba también con una cesta de mimbre, y lo más divertido era dar vueltas a la ruleta; los barquillos también merecían la pena. Te encontrabas por alguna esquina estratégica o, en el Parque del Oeste, a una señora que vendía pipas y caramelos para los críos y cigarrillos sueltos para los mayores —oiga, me da un Chester—. Lo entrañable de la historia es recordar que te daban diez Sacis por una peseta, y había, como curiosidad, palodú y pastillas de leche de burra, el consabido regaliz y el chicle Bazooka, que conseguía unas mandíbulas fuertes y resistentes. A su lado, el refrescante botijo de agua con anís o anises que nunca me quedó claro. El botijo tapaba su boca ancha con esmeradas labores de punto, y del pitorrillo salía una cánula que debíamos quitar para beber, precauciones que evitaban la invasión de los animalillos tan abundantes en los parques de mi ciudad. El palodú era un cacho de madera que los críos chupábamos como si la vida nos fuera en ello, creo recordar que era más barato que el regaliz y tenía efectos similares o tal vez era la materia prima para su elaboración, el caso es que era un tanto desagradable ver a tanto niño chupando madera, así como la visión de unas astillas flácidas de tanta saliva acumulada.

Con el buen tiempo, se instalaban los puestos de temporada, las garitas de helados donde los polos de hielo eran la chuche barata para los niños y donde un corte, un helado al corte entre dos galletas de barquillo, era un lujo asequible.

Las madres sacaban a sus hijos de paseo por el parque y teníamos dos donde escoger por proximidad: el parque del Oeste y la Moncloa. En la Moncloa, había, frente al Ministerio, una explanada suficiente para los juegos de pelota. El fútbol. Los chicos pululábamos por la explanada a la espera de uno que tuviera balón, raramente de reglamento, pero en cuanto llegaba alguien con una pelota se la echaban a pies los equipos y, en menos que canta un gallo, se empezaba el partido que podía durar jornadas enteras hasta desgastarlo o ser requisado por algún adulto cantamañanas al que un balonazo le hubiese irritado y que exigía una entrevista con el papá del dueño del esférico para reclamar daños y perjuicios por el chichón. Normalmente, una comisión de mozalbetes se acercaba al interfecto y, tras muchas súplicas, disculpas, llantos y gimoteos, se conseguía la devolución. Tras la promesa de tener sumo cuidado y dar las gracias, seguía la algarabía del juego, previa felicitación a los osados emisarios.


 

 

6 de agosto de 2025



El volteo del benjamín

 

I

          Mi hermano Luis y un tal Tomás encontraron diversión en el lanzamiento al aire del crío de la casa.

          Enfrentados, conmigo en brazos, jugaban a lanzarme al aire el uno hacia el otro. Mi madre se alteraba con esos juegos con un justo temor: «Me vais a reventar al crío».

          No compartía sus miedos y entre risas solicitaba un «más, más», y «otra vez, otra vez». Y proseguía el manteo entre mis incontenibles risas. He llegado a pensar si no escondía una temprana vocación por lo alto, unas miras superiores, una vocación..., de astronauta que se me pasó y no volvió. Ya de adulto procuraba distanciarme de norias y montañas rusas, un matiz físico me lo aconsejó; sufro de alteraciones urinarias cuando estoy en las alturas, un descenso brusco incita a los riñones a presionar la vejiga con el consiguiente peligro de sufrir molestas pérdidas y, ni me gusta el olor que deja ni la mancha con ello asociada que se queda en los pantalones.

          Como todos hemos visto, en los aclamados documentales de la dos, la preparación de pilotos estelares conlleva su centrifugado a altas revoluciones y eso, unido a mis pérdidas, me alejaron definitivamente del mundo de los cohetes y de los transbordadores espaciales.

          Pero no hay que tomárselo como una pérdida: solo fue una reubicación de mis prioridades, un cambio de orientación en la vida, un enfrentar las crisis con espíritu emprendedor y enfocar mis pasos en la consecución de otras metas, no por ello menos importantes o interesantes.

En lo tocante a mis vuelos sin motor no recuerdo niente, no puedo contar ninguna habilidad específica ni hablaros del salto mortal carpado con medio tirabuzón, porque todo lo que puedo referir es de segunda mano, es decir, de oídas. No existía ese lenguaje en el acervo popular, no se habían generalizado las retrasmisiones gimnásticas ni había televisión, pues fue justo ese año cuando empezaron las primeras emisiones en pruebas para los cuatro televisores mal contados, que hubiera en Madrid y en Barcelona.

En resumidas cuentas, me echaban al aire, y yo me reía.


 

1 de agosto de 2025


Por mi nacimiento 4

 

          Por lo que colijo de mis padres, eran gente equilibrada a la hora de generar descendencia.

          En plena guerra engendraron un chavalote que con el tiempo devendría en un hombre de pro. Años más tarde, 3 ó 4, adquirió mi madre un nuevo estado de ingravidez que después de nueve meses cuando el producto aparentaba estar en sazón, va y nace muerta.

          Hubo su momento de reconcome y tal, pero no fue a más.

          Al no haber palpitado nunca no se crio ningún vínculo y se paso página o eso creo. Mis padres no hablaban de ello. Mi hermano Luis era pequeño para acordarse de algo.

          Entre treinta o cuarenta años más tarde, unos aprendices de enfermeros pasaban por las casas haciendo prácticas, como las de obtener el grupo sanguíneo.

          Ahora dejaremos pasar unos instantes de intriga, un redoble, este suspense tiene su aquél pues aclara ciertas cosas de la historia familiar.

          Mi madre tenía el Rh negativo y aunque mi padre hacía un tiempo que había fallecido, conservábamos las pruebas de sus últimos análisis.

          Conservaba mi madre, aclaro.

          Mi padre positivo, mi madre negativo, más allá de las ironías que esto puede generar, me llevo a la deducción de varios puntos.

En casa yo he sido el más proclive a las deducciones o al razonamiento elevado, creo que por cierta tendencia mía a la Lógica y a la Filosofía.

En conclusión, mi hermano mayor, al que ya conoceís como Luis, tiene el Rh positivo, la supuesta hermana fue considerado por el cuerpo de mi madre, como elemento no deseado, y al ponerse de parto entraron a saco los famosos anticuerpos, es por ello por lo que tengo una hermana no nata que estuvo residiendo en el Limbo hasta que Juan Pablo II lo abolió, algo bueno hizo después de todo.

Luego vino mi hermana Pepa que pillo a los anticuerpos de mi madre desprevenidos y pudo salir sin problemas.

Muchos años después y cuando nadie se lo esperaba, de improviso, se gestó mi nacimiento.

En mi caso y para asegurarme me hice con una impronta de Rh negativo con ello los anticuerpos de mi madre y yo establecimos desde un principio, una entrañable relación o colegueo, permitiéndome venir al mundo con su total aquiescencia.

La que lo paso peor fue mi madre, pues al ser mujer de cierta edad, el médico la dijo de primeras que era la menopausia, a lo que iba al ser madura, le costó ciertos quebrantos de los que se recuperó mal que bien, eso no fue óbice para establecer una relación especial entre ambos. Al final llegó a cumplir 89 años con achaques, pero oye que son 89 y no está mal.

 

 


 

29 de julio de 2025



Por mi nacimiento 3       

Mi venida al mundo

 

Recuerdo que antes de nacer me invadió el tedio, habiendo recorrido todo el espacio maternal y tocados sus límites, constaté la falta de espacio para mi futuro desarrollo y, visto lo visto, decidí encajarme, colocarme, disponerme para a la primera oportunidad que tuviera salir escopetado al mundo.

Siempre hay imponderables o situaciones que uno no tiene previstas, en parte por desconocimiento del medio, en parte por imprevisión. Quiero decir que, por instinto, me preparé boca abajo e intenté encajarme al uso en la pelvis de mi madre y, con las ayudas de las hormonas y las contracciones, nacer. Pero no tuve en cuenta el camino por seguir, y su estrechez, pese a que mi madre ya había dado a luz a un par de hermanos con lo que el camino debía ser más expedito, aun así, seguía siendo estrecho y debía deformar mi cráneo haciéndolo susceptible al empepinado, pero, afortunadamente, mis narices ternes no supusieron ningún impedimento o enganche, sí los hombros que tuvieron que girar un poco para poder pasar.

Una vez fuera y con el cordón colgando, me sentí mareado por efecto de la presión de los huesos craneales sobre mi cerebro, creo que es por eso por lo que lo veía todo borroso al principio y tardé varios meses en empezar a ver los colores y, un poco más tarde, a caminar, cuando empezaba aburrirme tanta cuna y tanto biberón.

La propia presión de las circunvalaciones craneales empuja a los huesos a su posición y tamaño original, para luego soldarse convenientemente, como resultado dispongo de una cabeza más que regular. Mi madre decía que debía de tenerla llena de pájaros y que había poco espacio para el cacumen necesario para no rozar la tontería.

Bueno, estaba contado mi primera salida con el cordón colgando y con los ojos escocidos de tanta luz, cuando, de improviso, noto que me agarran de un pie y me cuelgan boca abajo, con lo que toda la sangre fluyó de golpe a mi cerebro, embriagándome un poco tanto oxígeno. En un intento de conservar la dignidad, intenté encoger la pierna libre para así, con los brazos abiertos, hacer una bonita imagen invertida.

Fui descalificado, el juez me soltó una nalgada que me hizo saltar las lágrimas y se me escapó un llanto de los más desconsolador. No recuerdo muy bien, pues estaba concentrado en mis hipidos, pero me bañaron y me cubrieron con pañal y una toquilla, propias de la ocasión.

Lo que si recuerdo es que, más calmado y ya dispuesto en la cuna, los amenacé con mi puño, mostrando mi desaprobación al azote, lo que fue motivo de cierta curiosidad por parte de la matrona que no me encontraba el dedo gordo. Al fin, con un suspiro, y abriéndome las manos, lo encontró recogido entre el resto de los dedos y con su movilidad intacta, asegurando con ello la disposición del dedo oponible y la certeza de pertenecer a la especie adecuada y no haberme equivocado de familia.