Por mi nacimiento
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Segundas partes nunca fueron buenas
El día en que
nací yo, ni los astros se dieron cuenta ni las gentes de mi alrededor tiraron
cohetes; tampoco se puede considerar como un día triste y alegre, lo que se
dice alegre. Quitando el consabido ámbito familiar, tampoco. El día ha pasado a
la historia sin especial relevancia, y solo se pone colorado cuando cae en
domingo. Quiero decir que fue un día corriente y moliente de los que hay tantos
en el año. No puedo decir si lucía el sol o estaba encapotado, caía la lluvia o,
por mor de la extravagancia literaria, que nevara. De acuerdo que estaba allí,
pero como si no estuviera, por lo menos yo no me acuerdo, sin menoscabo de
aquellos, a los que admiro, capaces de rememorar hasta su paso por el útero,
así como el enjuague que te hacen al nacer o la primera ingesta de leche
materna con su calostrillo y todo.
Rondaba ya los veinte
años cuando me enteré de lo que eran los calostros, y de esas jornadas es mi primera
cata consciente y la segunda (de la primigenia primordial no me acuerdo).
Mi compañero de
curre era del tipo campesino venido a la ciudad por si encontraba un mejor
medio de vida y, buscando la seguridad de unos ingresos regulares, cosa que no
se daba en el campo, donde un año podías tener patatas y ni un duro y, al
siguiente, ni patatas ni duros.
Mi compañero,
vigilante como yo, era conocedor de las cosas que pasan en el campo y al
trabajar en la XX de XX, y residiendo allí dos vacas, y puesto que una de ellas
tuvo crías, contando con la destreza de mi compañero para la obtención de la leche
de vaca, le distrajo al ternero parte de los calostros que le correspondían, lo
que se puede considerar una requisa en pro del bien común. No descuidamos por
ello la perceptiva precaución sanitaria y hervimos la leche tres veces para no
pillar las fiebres, que eran muy malas y te podían dar un disgusto, así que,
tazón en mano, disfrutamos de la leche con calostros: mi compañero, dos
estudiantes que pernoctaban en el recinto y yo.
A mí el sabor
tampoco es que me agradase y además encontrarte con los grumos me resultaba
pelín desagradable. Sin embargo, mentí, y expresé mi entusiasmo por tan
exquisita y energizante bebida.
Mentí para no
destacar y para no sentirme diferente, para que me aceptaran, porque así nos
podíamos reír todos juntos; por timidez, lo malo de mentir es que los demás se
lo crean y, claro está, a la noche siguiente tuve que repetir experiencia y
volver a degustar los calostros. Encima, esta vez, al hervir se agarraron un
poco y sabían a quemado.
A lo sumo
fueron un par de días o es que me tocaba librar, el caso es que la leche
expelida por los tetos vacunos que ordeñaba mi compañero dejaron de
producir el reconstituyente y la leche volvió a la consistencia normal, quiero
decir; leche sin tropezones, y al dejar de tener su aquel, le dejábamos al
ternero toda la producción intacta para que prosperase según su condición. Y
nosotros nos dedicamos a lo nuestro. Comprobar que todo estuviera bien cerrado.
Volviendo al
principio de mis primeros pasos por el planeta, de eso no puedo decir nada, a
no ser las historias que te cuentan los mayores de lo que hacías o dejabas de
hacer o de lo mono que estabas con el gorrito de marras. Por estas fuentes me
enteré de que tenía el hábito de dormir con el puño cerrado sobre el pulgar que,
por ser oponible, para mí que buscaba solidaridad con sus compañeros. Esta
peculiaridad les hacía mucha gracia según me consta, y a lo que nunca pillé la
gracia o la originalidad si es que la hubiese.
Reconozco que
los recuerdos infantiles son inventados, pues mi memoria, aunque grabados
vivísimamente, me hace aparecer en el centro, quiero decir que me veo y,
evidentemente, no puede ser un recuerdo cuando te ves a ti mismo sin mediar
espejo u otro material reflejante.
Mis primeros pasos por este mundo
carecen de interés o, por lo menos, no recuerdo nada relevante, en conclusión,
no hice nada relevante; en caso de no ser así, ya se hubiese encargado de
contártelo la familia con todo lujo de detalles y varias veces, y tan
convenientemente que llegarás a un punto en el que te crees que te acuerdas: a
fin de cuentas, tú estabas allí.
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