23 de julio de 2025

Falso Dilema

 

De los primeros días poco hay que decir. Entre comer y dormir pasé mi tiempo, no mucho en verdad, pues al estar ya bastante desarrollado y por ampliar horizontes, me bajé de la cuna y, pasito a pasito, apoyándome en la pared, dirigí mis reales hacia donde surgía la voz de mi padre con la certeza de recibir las gracietas al uso.

          Mi caminar debo reconocer que no era muy garboso; iba de lado con las manos, ambas, por seguridad apoyadas en la pared y así, un pie tras otro, llegué hasta donde estaba mi padre, y en su pierna aproveché para posar manos y barbilla, pues la cabeza me pesaba y necesitaba un descanso.

          Todo el lugar fue alborozo exclamaciones y llamado de testigos que dieran fe de mis precoces primeros pasos.

          «Mujer, ¡pero has visto al crío!».

          Y mi padre me aposentó en su rodilla, lo que encontré de mi agrado.

 

          Al ser mis ligamentos ternes, propiciaron una inclinación de mis piernas en plan jinete sin caballo; no obstante, el tiempo y un desarrollo preciso corrigió las curvaturas gozando en la actualidad de unas piernas esbeltas y elegantes; no es que lo afirme por presunción, es un hecho constatable. En pantalón corto donde luce mi apostura con la serena elegancia y finura que me son tan propias.

          Mi padre me sentó en su pierna y vi que era cómoda. Desde entonces, solo acepté comer sentado encaramado en su regazo. Pasado un tiempo, tuve que dejarlo y optar por una silla, no por desavenencias, fue más la incomodidad de colocar dos platos de comida tan juntos que solo podíamos llevarnos la cuchara a la boca por turnos, así que, de forma natural, me fui expandiendo a los espacios limítrofes. Mi madre puso un taburete con cojín, y encontramos con ello la solución más conveniente; gracias al cojín, estaba a la altura de la mesa ocupando un espacio contiguo, pero separado, más amplio y con ello comer al unísono, no teniendo que esperar turno para llevarme un pedazo a la boca: él en una silla, yo en un taburete con cojín para estar más alto.

          A pesar de mi estrambótico nacimiento no hubo inconveniente a la hora del bautizo. Mi madre fue siempre ferviente católica y eso implica un bautizo en forma y manera con sus padrinos y todo; en mi caso, y aprovechando la patente diferencia de edad, actuó de madrina mi hermana y de padrino mi hermano quedando así todo en familia.

   

          Para mi bautizo, como mandan los cánones, me pusieron unos faldones al uso, más tarde aprendí su nombre: traje de cristianar. Te ponían un gorrito que luego te quitaban en la pila para el untamiento con los sagrados óleos, que son un aceite bendecido. Con el aceite te repasan los sentidos para protegerlos de las influencias, es decir, las tentaciones, que suelen encontrar su vía de entrada en los antedichos sentidos: ojito con lo que ves, cuidado con lo que escuchas, no digas inconveniencias, a ver dónde estás metiendo la mano.

Todo ello salmodiado con los latines de la época. El que te echen una perorata en latín no deja de tener su aquel, es el punto mágico que sin duda te libra de las acechanzas del maligno y sus aliados: el mundo, el demonio y la carne.

          El demonio es para nuestra cultura un elemento francamente molesto, quién quiere un demonio en su vida. Lo del mundo no sé a qué venía y las lecciones aprendidas más tarde en el catecismo no me ayudaron entenderlo. Lo de la carne es sin duda una extraña advertencia o consejo: curiosamente no nos hacía vegetarianos.

          Fue motivo de perplejidad durante cierto tiempo, pues veía como en casa y en el entorno que la gente comía carne. Los mercados disponían de puestos carniceros en la misma medida que pescaderías o puestos verduleros. Existía, en verdad, la prohibición de comer carne los viernes de todo el año y por Cuaresma. Como el suelo patrio era muy católico, estábamos dispensados y le dábamos a la carne sin tapujos excepto los viernes de Cuaresma, que esos sí eran de obligado cumplimiento.

          Ya de mayor, digamos en plan mozalbete, deduje con mi natural perspicacia que lo de la carne se refería al sexo. Pensé por un momento en cambiar la redacción de las reglas por uno más conveniente: los enemigos del hombre son, el mundo, el demonio y el sexo. De natural discreto no se me ocurrió largarlo, preferí un mutis oportuno a la expresión cabal de mi pensamiento. Intuía que podría acarrearme algún disgusto, así que me lo guardé para mí.

          Como iba diciendo, un individuo, con sus talares para la ocasión, me tocó la cara por varios lados, embadurnándome de aceite para, a continuación, mojarme la cabeza con agua bendita, consumando así el sacramento de nuestra fe.

Me secaron convenientemente y me volvieron a encasquetar el gorrito.

          Mi hermano pertenecía a una rondalla. Esta tenía como rutina la interpretación de tonadillas de honda raigambre popular, pertenecientes al inabarcable repertorio de coros y danzas. Compaginó sus deberes como padrino amenizando el evento con la interpretación a la bandurria de alegres piezas propias del festejo, acompañado de los demás rondeños.

Fue un bautizo solemne.

          No era muy frecuente que, entre bendiciones, se interpretaran interludios musicales, adelantándose a los tiempos que reclamaban una mayor participación seglar. La interpretación músico-vocal llegaría años más tarde al incorporar el concilio Vaticano II las tendencias de base. No me preguntes de qué iba ese concilio o el anterior, lo que sé es que agrupaba a mucha gente, e introdujeron novedades en la liturgia, como los cantos y el cura mirándonos de frente detrás del altar y no de espaldas como era lo habitual.

          En la escalinata de la catedral de mi bautizo, se acopló la rondalla en festejo y me regaló con un concierto como dan fe las fotos recordatorio que conservo. Entre los asistentes se percibe la intensa emoción del momento y la plácida alegría con la que el sol de invierno inundaba el acto.

A pesar del interés, no pude quedarme mucho rato, así que, disculpándome por ser necesario cumplir con un deber inexcusable, me ausenté, dejándolos con el bullicio del bautizo. Al ser pequeño mi cuerpo, necesitaba de la ingesta de alimentos para no desfallecer. Ese y no otro fue el motivo de retirarme tan cedo; las cosas del estómago empezaban a protestar, y la musiquita de la rondalla no me llenaba.

          De lo que pasó después nada puedo afirmar; ellos se quedaron allí, y yo me fui a comer para paliar esta debilidad mía cuando no como a mis horas. En todo caso, les corresponde a otros contarlo, si es que pasó algo. Sería el momento de un inserto, tipo NO-DO, con una voz en off que nos dijera lo que estaba ocurriendo:

«Tonadillas, jotas, mazurcas y valses. El remate lo forman los pasodobles a los que se unen las voces presentes, sabedoras de las letras, propiciando el sano disfrute de las clases populares tan necesitadas de distracciones en los rudos tiempos, en los difíciles años de la posguerra, cuando, abandonados del concierto internacional, solo la clase llana levantó el orgullo y la maltrecha economía. El esfuerzo y la perseverancia propias, ayudados por las divisas de la emigración y del incipiente turismo ávido de sol».


 

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