Falso Dilema
De los primeros días poco hay que decir.
Entre comer y dormir pasé mi tiempo, no mucho en verdad, pues al estar ya
bastante desarrollado y por ampliar horizontes, me bajé de la cuna y, pasito a
pasito, apoyándome en la pared, dirigí mis reales hacia donde surgía la voz de
mi padre con la certeza de recibir las gracietas al uso.
Mi caminar debo reconocer que no era
muy garboso; iba de lado con las manos, ambas, por seguridad apoyadas en la
pared y así, un pie tras otro, llegué hasta donde estaba mi padre, y en su
pierna aproveché para posar manos y barbilla, pues la cabeza me pesaba y
necesitaba un descanso.
Todo el lugar fue alborozo
exclamaciones y llamado de testigos que dieran fe de mis precoces primeros
pasos.
«Mujer, ¡pero has visto al crío!».
Y mi padre me aposentó en su rodilla,
lo que encontré de mi agrado.
Al ser mis ligamentos ternes,
propiciaron una inclinación de mis piernas en plan jinete sin caballo; no
obstante, el tiempo y un desarrollo preciso corrigió las curvaturas gozando en
la actualidad de unas piernas esbeltas y elegantes; no es que lo afirme por
presunción, es un hecho constatable. En pantalón corto donde luce mi apostura
con la serena elegancia y finura que me son tan propias.
Mi padre me sentó en su pierna y vi
que era cómoda. Desde entonces, solo acepté comer sentado encaramado en su
regazo. Pasado un tiempo, tuve que dejarlo y optar por una silla, no por
desavenencias, fue más la incomodidad de colocar dos platos de comida tan
juntos que solo podíamos llevarnos la cuchara a la boca por turnos, así que, de
forma natural, me fui expandiendo a los espacios limítrofes. Mi madre puso un
taburete con cojín, y encontramos con ello la solución más conveniente; gracias
al cojín, estaba a la altura de la mesa ocupando un espacio contiguo, pero
separado, más amplio y con ello comer al unísono, no teniendo que esperar turno
para llevarme un pedazo a la boca: él en una silla, yo en un taburete con cojín
para estar más alto.
A pesar de mi estrambótico nacimiento
no hubo inconveniente a la hora del bautizo. Mi madre fue siempre ferviente
católica y eso implica un bautizo en forma y manera con sus padrinos y todo; en
mi caso, y aprovechando la patente diferencia de edad, actuó de madrina mi
hermana y de padrino mi hermano quedando así todo en familia.
Para mi bautizo, como mandan los
cánones, me pusieron unos faldones al uso, más tarde aprendí su nombre: traje
de cristianar. Te ponían un gorrito que luego te quitaban en la pila para el
untamiento con los sagrados óleos, que son un aceite bendecido. Con el aceite
te repasan los sentidos para protegerlos de las influencias, es decir, las
tentaciones, que suelen encontrar su vía de entrada en los antedichos sentidos:
ojito con lo que ves, cuidado con lo que escuchas, no digas inconveniencias, a
ver dónde estás metiendo la mano.
Todo ello salmodiado con los latines de
la época. El que te echen una perorata en latín no deja de tener su aquel, es
el punto mágico que sin duda te libra de las acechanzas del maligno y sus
aliados: el mundo, el demonio y la carne.
El demonio es para nuestra cultura un
elemento francamente molesto, quién quiere un demonio en su vida. Lo del mundo
no sé a qué venía y las lecciones aprendidas más tarde en el catecismo no me
ayudaron entenderlo. Lo de la carne es sin duda una extraña advertencia o
consejo: curiosamente no nos hacía vegetarianos.
Fue motivo de perplejidad durante
cierto tiempo, pues veía como en casa y en el entorno que la gente comía carne.
Los mercados disponían de puestos carniceros en la misma medida que pescaderías
o puestos verduleros. Existía, en verdad, la prohibición de comer carne los
viernes de todo el año y por Cuaresma. Como el suelo patrio era muy católico,
estábamos dispensados y le dábamos a la carne sin tapujos excepto los viernes
de Cuaresma, que esos sí eran de obligado cumplimiento.
Ya de mayor, digamos en plan
mozalbete, deduje con mi natural perspicacia que lo de la carne se refería al
sexo. Pensé por un momento en cambiar la redacción de las reglas por uno más
conveniente: los enemigos del hombre son, el mundo, el demonio y el sexo. De
natural discreto no se me ocurrió largarlo, preferí un mutis oportuno a la
expresión cabal de mi pensamiento. Intuía que podría acarrearme algún disgusto,
así que me lo guardé para mí.
Como iba diciendo, un individuo, con
sus talares para la ocasión, me tocó la cara por varios lados, embadurnándome
de aceite para, a continuación, mojarme la cabeza con agua bendita, consumando
así el sacramento de nuestra fe.
Me secaron convenientemente y me
volvieron a encasquetar el gorrito.
Mi hermano pertenecía a una rondalla. Esta tenía como
rutina la interpretación de tonadillas de honda raigambre popular,
pertenecientes al inabarcable repertorio de coros y danzas. Compaginó sus
deberes como padrino amenizando el evento con la interpretación a la bandurria
de alegres piezas propias del festejo, acompañado de los demás rondeños.
Fue un bautizo
solemne.
No era muy frecuente que, entre bendiciones, se
interpretaran interludios musicales, adelantándose a los tiempos que reclamaban
una mayor participación seglar. La interpretación músico-vocal llegaría años
más tarde al incorporar el concilio Vaticano II las tendencias de base. No me
preguntes de qué iba ese concilio o el anterior, lo que sé es que agrupaba a
mucha gente, e introdujeron novedades en la liturgia, como los cantos y el cura
mirándonos de frente detrás del altar y no de espaldas como era lo habitual.
En la escalinata de la catedral de mi bautizo, se acopló la
rondalla en festejo y me regaló con un concierto como dan fe las fotos
recordatorio que conservo. Entre los asistentes se percibe la intensa emoción
del momento y la plácida alegría con la que el sol de invierno inundaba el
acto.
A pesar del
interés, no pude quedarme mucho rato, así que, disculpándome por ser necesario
cumplir con un deber inexcusable, me ausenté, dejándolos con el bullicio del
bautizo. Al ser pequeño mi cuerpo, necesitaba de la ingesta de alimentos para
no desfallecer. Ese y no otro fue el motivo de retirarme tan cedo; las cosas
del estómago empezaban a protestar, y la musiquita de la rondalla no me
llenaba.
De lo que pasó después nada puedo afirmar; ellos se
quedaron allí, y yo me fui a comer para paliar esta debilidad mía cuando no
como a mis horas. En todo caso, les corresponde a otros contarlo, si es que
pasó algo. Sería el momento de un inserto, tipo NO-DO, con una voz en off que
nos dijera lo que estaba ocurriendo:
«Tonadillas, jotas, mazurcas
y valses. El remate lo forman los pasodobles a los que se unen las voces
presentes, sabedoras de las letras, propiciando el sano disfrute de las clases
populares tan necesitadas de distracciones en los rudos tiempos, en los
difíciles años de la posguerra, cuando, abandonados del concierto internacional,
solo la clase llana levantó el orgullo y la maltrecha economía. El esfuerzo y
la perseverancia propias, ayudados por las divisas de la emigración y del
incipiente turismo ávido de sol».
Gracias Iverosimil
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