21 de julio de 2025

 


Por mi nacimiento

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 Siempre he tenido una cierta desgana por hollar este mundo. Desde que me acuerdo, la vida se me planteó como un falso dilema.

          Mi madre, cansada de albergarme en su seno más allá de los nueve meses preceptivos, y harta de cargar conmigo tanto tiempo, se las ingenió para dar a la luz al que iba a ser el último de sus vástagos.

Pese a mis reticencias por salir.

Como es sabido mi madre era una mujer de temple, de un carácter y determinación constantes. Decidida como estaba a conseguir su objetivo, tomó la siguiente disposición; apoyada en la colcha de la cama de un lado, y en la mesilla de noche del otro, se acuclillaba y de esa guisa hacía intención de orinar. No se crean que por ello dejaba de tomar las necesarias medidas higiénicas, nunca se olvidaba de la bacinilla u orinal en el que, por mor del esfuerzo, y como consecuencia inevitable, la imprevisible gota de agüita amarilla ocupaba su lugar sin por ello ensuciar el enlosado del dormitorio.

            En ocasiones, mi padre le recriminaba su manía por dar a luz y decía:

—Si el chico está a gusto, déjalo estar, tampoco es cuestión de nacerlo en contra de su voluntad.

A lo que mi madre siempre contestaba:

—Cómo se nota que no tienes que cargarlo todo el día.

Y seguía con la rutina de pasar horas intentado mear.

            Yo, a todo esto, de algo me iba enterando, pues,  aun sin haber nacido, seguía con mi desarrollo, lento, pero desarrollo al fin; había incluso empezado a dar mis primeros pasos por la esfera materna, lo que la incomodaba sobremanera, aparte de que las dimensiones de su panza empezaban a ser alarmantes hasta para los médicos; por eso, y aunque no lo creáis, cuando prestaba atención, me enteraba de las conversaciones de los natos, la mayor parte de las veces desconectaba, pues hablaban de cosas que no me incumbían.

            Circulaba por el líquido amniótico la certeza de mi nacimiento (cuestión a la que siempre hice ascos), y desdeñaba la alternativa de acabar en el limbo de los no nacidos. ¡Hice bien! Años más tarde, un decreto papal suprimió el limbo y, en ese caso, ¿dónde hubiera ido a parar? Muchas veces no conviene hacer caso de las habladurías que nos afirman las cosas como impepinables.

          No sé si ya había nacido o es una historia recogida de algún familiar parlanchín, el caso es que me enteré de cómo fue urdido el plan estratégico que me traería al mundo. A saber: conchabadas las abuelas, reclamaron de sus hermanas una reunión extraordinaria en la que recabar información de los sucedidos que hubieran tenido lugar en el ámbito ancestral y que arrojara alguna luz sobre el evento. Retomando leyendas, cuentos y otras fablillas de similar jaez, conducentes a encontrar soluciones o, mejor dicho, salidas para «el niño de las narices que está empezando a ser cargante».

            Perdida en la nebulosa de los tiempos, empezó a tomar consistencia el recuerdo del feliz alumbramiento del tatarabuelo Ulpiano, y cómo, una vez llegado, se amoldó a la vida sin aspavientos y resignadamente, teniendo, pese a su reticencia en llegar al mundo, una vida normal, no habiendo sido óbice lo tardío de su nacimiento. No puedo evitar sentir una afinidad o lazo sanguíneo, y es que el compartir vivencias conviene, es más, ayuda a sobrellevar momentos difíciles.

            No me enteré, por el contrario, si fue un hecho recurrente. Quién fue el primero o cómo se les ocurrió la salida. Tampoco me contaron si hubo algún caso en el que una mujer de la familia cargarse con un embarazo toda la vida y de lo que les aconteció. Mi curiosidad se limitaba a los alrededores de mi ombligo y poco más.

            En definitiva, y sin plazos establecidos, la conminaron a una rutina diaria de acuclillarse e intentar orinar. Todos los días, al menos una hora, y los domingos, dos, pues al disponer de mayor tiempo libre en los quehaceres, permitía sesión doble: mañana y tarde.

            La bacinilla fue una aportación higiénica de mi madre, obligada por su residencia en un piso de ciudad. En su caso se vaciaba en el excusado y no era necesario fregar el suelo todos los días. El cónclave no puso objeción a lo moderno, reconociendo, en alguna medida, la diferencia entre la ciudad y el campo. Al cabo y al fin se acostumbraba a usar la cuadra.

           Por consiguiente, se puso a ello como pueden colegir de mi relato. Al escribirlo, resulta prueba fehaciente que me sacaron a la luz en algún momento, y ahora con su escritura lo expongo a la difusión pública.

            De tenaz y férrica voluntad, mi madre se autoimpuso la rutina de agacharse de tal manera. Persistió durante tres años sin dar pruebas de desfallecimiento, y al fin lo consiguió: rompió aguas.

            Al quedarme seco, me estresé un poco, el líquido amniótico actuaba como salvaguarda de mi mundo, conteniendo los órganos internos de mi madre, circunscribiéndose estos a unas parcelas de su cuerpo ajeno a mi entorno. Al perderse el fluido, las vísceras pugnaban por ocupar el espacio libre, invitándome con ello a desalojar. En pocas horas, y presionado por órganos diversos, tuve que nacer. Influyó, qué duda cabe, la falta de suministros que dejaron de llegar a mi organismo, vía cordón umbilical. Empecé a tener hambre y sed, rápidamente deduje que de ahí no iba a sacar nada más y que, si quería comer algo, tendría que sacar mi cuerpo serrano afuera. Por suerte me había quedado cabeza abajo y, en un par de movimientos, me emplacé en el pubis dispuesto al alumbramiento. Eso motivó la alarma de las dichosas hormonas que avisaron a mi madre, dándole instrucciones para dilatar presto y eficazmente.

            ¡Al fin!

            Fue la expresión de mi madre al enterarse, vía hormonal, que estaba en sazón y dispuesto a evacuar el receptáculo materno.

            Púsose ella a dilatar sin tardanza (no creo necesario recordar que estos procesos suelen durar varias horas ni tampoco seguir un pormenorizado relato de los dolores propios de un parto, aunque debo advertir que no solo sufre la madre. Yo, para salir, pasé lo mío). Tened en cuenta que es necesario aplastar un tanto la cabeza, así como desencajar los hombros para poder pasar, y no es una experiencia gratificante ni mucho menos. Un repelús recorre mi cuerpo al rememorarlo.

            Nací.

            Primero te cortan el cordón bleu y luego te lavan; al principio lo disfrutas, pero claro, tienes hambre y berreas como un descosido. Yo, especialmente, no las tenía todas conmigo, después de tanto tiempo me esperaba alguna suerte de rechazo.      Afortunadamente, mi madre no es rencorosa, no sé muy bien por qué, y me tenía apego a pesar de todo. Me recibió con los brazos abiertos, cosa que hay que celebrar como es debido.

            El caso es que, limpito y todo, me acogió en sus brazos, y me dio de comer. Una leche de excelsa calidad, elaboración propia y muy abundante. De especial mención fueron los calostros, tan dulces y sabrosos que aún hoy, muchos años después, me vuelven la boca agua.

            Entre sus latidos y la rica leche, el tránsito a la seca atmósfera se me hizo menos traumático de lo esperado. Y, para un pasar más entretenido, estaban mi padre y mis hermanos haciendo cucamonas y aspavientos, que era una risión verlos

            Por lo antedicho se puede entender que era el último vástago en incorporarme a la rutina familiar, es decir el benjamín, creo que por eso tomaron la decisión, al bautizarme, de llamarme Felipe como mi padre.

            Y después de mí, nadie más. Mi madre, al parecer, acabó un poco harta de tanto embarazo.

            Por eso digo que era un falso dilema: o salía, o salía. Punto.

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