26 de julio de 2025



Por mi nacimiento

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Segundas partes nunca fueron buenas

 

El día en que nací yo, ni los astros se dieron cuenta ni las gentes de mi alrededor tiraron cohetes; tampoco se puede considerar como un día triste y alegre, lo que se dice alegre. Quitando el consabido ámbito familiar, tampoco. El día ha pasado a la historia sin especial relevancia, y solo se pone colorado cuando cae en domingo. Quiero decir que fue un día corriente y moliente de los que hay tantos en el año. No puedo decir si lucía el sol o estaba encapotado, caía la lluvia o, por mor de la extravagancia literaria, que nevara. De acuerdo que estaba allí, pero como si no estuviera, por lo menos yo no me acuerdo, sin menoscabo de aquellos, a los que admiro, capaces de rememorar hasta su paso por el útero, así como el enjuague que te hacen al nacer o la primera ingesta de leche materna con su calostrillo y todo.

Rondaba ya los veinte años cuando me enteré de lo que eran los calostros, y de esas jornadas es mi primera cata consciente y la segunda (de la primigenia primordial no me acuerdo).

Mi compañero de curre era del tipo campesino venido a la ciudad por si encontraba un mejor medio de vida y, buscando la seguridad de unos ingresos regulares, cosa que no se daba en el campo, donde un año podías tener patatas y ni un duro y, al siguiente, ni patatas ni duros.

Mi compañero, vigilante como yo, era conocedor de las cosas que pasan en el campo y al trabajar en la XX de XX, y residiendo allí dos vacas, y puesto que una de ellas tuvo crías, contando con la destreza de mi compañero para la obtención de la leche de vaca, le distrajo al ternero parte de los calostros que le correspondían, lo que se puede considerar una requisa en pro del bien común. No descuidamos por ello la perceptiva precaución sanitaria y hervimos la leche tres veces para no pillar las fiebres, que eran muy malas y te podían dar un disgusto, así que, tazón en mano, disfrutamos de la leche con calostros: mi compañero, dos estudiantes que pernoctaban en el recinto y yo.

A mí el sabor tampoco es que me agradase y además encontrarte con los grumos me resultaba pelín desagradable. Sin embargo, mentí, y expresé mi entusiasmo por tan exquisita y energizante bebida.

Mentí para no destacar y para no sentirme diferente, para que me aceptaran, porque así nos podíamos reír todos juntos; por timidez, lo malo de mentir es que los demás se lo crean y, claro está, a la noche siguiente tuve que repetir experiencia y volver a degustar los calostros. Encima, esta vez, al hervir se agarraron un poco y sabían a quemado.

A lo sumo fueron un par de días o es que me tocaba librar, el caso es que la leche expelida por los tetos vacunos que ordeñaba mi compañero dejaron de producir el reconstituyente y la leche volvió a la consistencia normal, quiero decir; leche sin tropezones, y al dejar de tener su aquel, le dejábamos al ternero toda la producción intacta para que prosperase según su condición. Y nosotros nos dedicamos a lo nuestro. Comprobar que todo estuviera bien cerrado.

 

Volviendo al principio de mis primeros pasos por el planeta, de eso no puedo decir nada, a no ser las historias que te cuentan los mayores de lo que hacías o dejabas de hacer o de lo mono que estabas con el gorrito de marras. Por estas fuentes me enteré de que tenía el hábito de dormir con el puño cerrado sobre el pulgar que, por ser oponible, para mí que buscaba solidaridad con sus compañeros. Esta peculiaridad les hacía mucha gracia según me consta, y a lo que nunca pillé la gracia o la originalidad si es que la hubiese.

 

Reconozco que los recuerdos infantiles son inventados, pues mi memoria, aunque grabados vivísimamente, me hace aparecer en el centro, quiero decir que me veo y, evidentemente, no puede ser un recuerdo cuando te ves a ti mismo sin mediar espejo u otro material reflejante.

          Mis primeros pasos por este mundo carecen de interés o, por lo menos, no recuerdo nada relevante, en conclusión, no hice nada relevante; en caso de no ser así, ya se hubiese encargado de contártelo la familia con todo lujo de detalles y varias veces, y tan convenientemente que llegarás a un punto en el que te crees que te acuerdas: a fin de cuentas, tú estabas allí.

 


 

23 de julio de 2025

Falso Dilema

 

De los primeros días poco hay que decir. Entre comer y dormir pasé mi tiempo, no mucho en verdad, pues al estar ya bastante desarrollado y por ampliar horizontes, me bajé de la cuna y, pasito a pasito, apoyándome en la pared, dirigí mis reales hacia donde surgía la voz de mi padre con la certeza de recibir las gracietas al uso.

          Mi caminar debo reconocer que no era muy garboso; iba de lado con las manos, ambas, por seguridad apoyadas en la pared y así, un pie tras otro, llegué hasta donde estaba mi padre, y en su pierna aproveché para posar manos y barbilla, pues la cabeza me pesaba y necesitaba un descanso.

          Todo el lugar fue alborozo exclamaciones y llamado de testigos que dieran fe de mis precoces primeros pasos.

          «Mujer, ¡pero has visto al crío!».

          Y mi padre me aposentó en su rodilla, lo que encontré de mi agrado.

 

          Al ser mis ligamentos ternes, propiciaron una inclinación de mis piernas en plan jinete sin caballo; no obstante, el tiempo y un desarrollo preciso corrigió las curvaturas gozando en la actualidad de unas piernas esbeltas y elegantes; no es que lo afirme por presunción, es un hecho constatable. En pantalón corto donde luce mi apostura con la serena elegancia y finura que me son tan propias.

          Mi padre me sentó en su pierna y vi que era cómoda. Desde entonces, solo acepté comer sentado encaramado en su regazo. Pasado un tiempo, tuve que dejarlo y optar por una silla, no por desavenencias, fue más la incomodidad de colocar dos platos de comida tan juntos que solo podíamos llevarnos la cuchara a la boca por turnos, así que, de forma natural, me fui expandiendo a los espacios limítrofes. Mi madre puso un taburete con cojín, y encontramos con ello la solución más conveniente; gracias al cojín, estaba a la altura de la mesa ocupando un espacio contiguo, pero separado, más amplio y con ello comer al unísono, no teniendo que esperar turno para llevarme un pedazo a la boca: él en una silla, yo en un taburete con cojín para estar más alto.

          A pesar de mi estrambótico nacimiento no hubo inconveniente a la hora del bautizo. Mi madre fue siempre ferviente católica y eso implica un bautizo en forma y manera con sus padrinos y todo; en mi caso, y aprovechando la patente diferencia de edad, actuó de madrina mi hermana y de padrino mi hermano quedando así todo en familia.

   

          Para mi bautizo, como mandan los cánones, me pusieron unos faldones al uso, más tarde aprendí su nombre: traje de cristianar. Te ponían un gorrito que luego te quitaban en la pila para el untamiento con los sagrados óleos, que son un aceite bendecido. Con el aceite te repasan los sentidos para protegerlos de las influencias, es decir, las tentaciones, que suelen encontrar su vía de entrada en los antedichos sentidos: ojito con lo que ves, cuidado con lo que escuchas, no digas inconveniencias, a ver dónde estás metiendo la mano.

Todo ello salmodiado con los latines de la época. El que te echen una perorata en latín no deja de tener su aquel, es el punto mágico que sin duda te libra de las acechanzas del maligno y sus aliados: el mundo, el demonio y la carne.

          El demonio es para nuestra cultura un elemento francamente molesto, quién quiere un demonio en su vida. Lo del mundo no sé a qué venía y las lecciones aprendidas más tarde en el catecismo no me ayudaron entenderlo. Lo de la carne es sin duda una extraña advertencia o consejo: curiosamente no nos hacía vegetarianos.

          Fue motivo de perplejidad durante cierto tiempo, pues veía como en casa y en el entorno que la gente comía carne. Los mercados disponían de puestos carniceros en la misma medida que pescaderías o puestos verduleros. Existía, en verdad, la prohibición de comer carne los viernes de todo el año y por Cuaresma. Como el suelo patrio era muy católico, estábamos dispensados y le dábamos a la carne sin tapujos excepto los viernes de Cuaresma, que esos sí eran de obligado cumplimiento.

          Ya de mayor, digamos en plan mozalbete, deduje con mi natural perspicacia que lo de la carne se refería al sexo. Pensé por un momento en cambiar la redacción de las reglas por uno más conveniente: los enemigos del hombre son, el mundo, el demonio y el sexo. De natural discreto no se me ocurrió largarlo, preferí un mutis oportuno a la expresión cabal de mi pensamiento. Intuía que podría acarrearme algún disgusto, así que me lo guardé para mí.

          Como iba diciendo, un individuo, con sus talares para la ocasión, me tocó la cara por varios lados, embadurnándome de aceite para, a continuación, mojarme la cabeza con agua bendita, consumando así el sacramento de nuestra fe.

Me secaron convenientemente y me volvieron a encasquetar el gorrito.

          Mi hermano pertenecía a una rondalla. Esta tenía como rutina la interpretación de tonadillas de honda raigambre popular, pertenecientes al inabarcable repertorio de coros y danzas. Compaginó sus deberes como padrino amenizando el evento con la interpretación a la bandurria de alegres piezas propias del festejo, acompañado de los demás rondeños.

Fue un bautizo solemne.

          No era muy frecuente que, entre bendiciones, se interpretaran interludios musicales, adelantándose a los tiempos que reclamaban una mayor participación seglar. La interpretación músico-vocal llegaría años más tarde al incorporar el concilio Vaticano II las tendencias de base. No me preguntes de qué iba ese concilio o el anterior, lo que sé es que agrupaba a mucha gente, e introdujeron novedades en la liturgia, como los cantos y el cura mirándonos de frente detrás del altar y no de espaldas como era lo habitual.

          En la escalinata de la catedral de mi bautizo, se acopló la rondalla en festejo y me regaló con un concierto como dan fe las fotos recordatorio que conservo. Entre los asistentes se percibe la intensa emoción del momento y la plácida alegría con la que el sol de invierno inundaba el acto.

A pesar del interés, no pude quedarme mucho rato, así que, disculpándome por ser necesario cumplir con un deber inexcusable, me ausenté, dejándolos con el bullicio del bautizo. Al ser pequeño mi cuerpo, necesitaba de la ingesta de alimentos para no desfallecer. Ese y no otro fue el motivo de retirarme tan cedo; las cosas del estómago empezaban a protestar, y la musiquita de la rondalla no me llenaba.

          De lo que pasó después nada puedo afirmar; ellos se quedaron allí, y yo me fui a comer para paliar esta debilidad mía cuando no como a mis horas. En todo caso, les corresponde a otros contarlo, si es que pasó algo. Sería el momento de un inserto, tipo NO-DO, con una voz en off que nos dijera lo que estaba ocurriendo:

«Tonadillas, jotas, mazurcas y valses. El remate lo forman los pasodobles a los que se unen las voces presentes, sabedoras de las letras, propiciando el sano disfrute de las clases populares tan necesitadas de distracciones en los rudos tiempos, en los difíciles años de la posguerra, cuando, abandonados del concierto internacional, solo la clase llana levantó el orgullo y la maltrecha economía. El esfuerzo y la perseverancia propias, ayudados por las divisas de la emigración y del incipiente turismo ávido de sol».


 

21 de julio de 2025

 


Por mi nacimiento

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 Siempre he tenido una cierta desgana por hollar este mundo. Desde que me acuerdo, la vida se me planteó como un falso dilema.

          Mi madre, cansada de albergarme en su seno más allá de los nueve meses preceptivos, y harta de cargar conmigo tanto tiempo, se las ingenió para dar a la luz al que iba a ser el último de sus vástagos.

Pese a mis reticencias por salir.

Como es sabido mi madre era una mujer de temple, de un carácter y determinación constantes. Decidida como estaba a conseguir su objetivo, tomó la siguiente disposición; apoyada en la colcha de la cama de un lado, y en la mesilla de noche del otro, se acuclillaba y de esa guisa hacía intención de orinar. No se crean que por ello dejaba de tomar las necesarias medidas higiénicas, nunca se olvidaba de la bacinilla u orinal en el que, por mor del esfuerzo, y como consecuencia inevitable, la imprevisible gota de agüita amarilla ocupaba su lugar sin por ello ensuciar el enlosado del dormitorio.

            En ocasiones, mi padre le recriminaba su manía por dar a luz y decía:

—Si el chico está a gusto, déjalo estar, tampoco es cuestión de nacerlo en contra de su voluntad.

A lo que mi madre siempre contestaba:

—Cómo se nota que no tienes que cargarlo todo el día.

Y seguía con la rutina de pasar horas intentado mear.

            Yo, a todo esto, de algo me iba enterando, pues,  aun sin haber nacido, seguía con mi desarrollo, lento, pero desarrollo al fin; había incluso empezado a dar mis primeros pasos por la esfera materna, lo que la incomodaba sobremanera, aparte de que las dimensiones de su panza empezaban a ser alarmantes hasta para los médicos; por eso, y aunque no lo creáis, cuando prestaba atención, me enteraba de las conversaciones de los natos, la mayor parte de las veces desconectaba, pues hablaban de cosas que no me incumbían.

            Circulaba por el líquido amniótico la certeza de mi nacimiento (cuestión a la que siempre hice ascos), y desdeñaba la alternativa de acabar en el limbo de los no nacidos. ¡Hice bien! Años más tarde, un decreto papal suprimió el limbo y, en ese caso, ¿dónde hubiera ido a parar? Muchas veces no conviene hacer caso de las habladurías que nos afirman las cosas como impepinables.

          No sé si ya había nacido o es una historia recogida de algún familiar parlanchín, el caso es que me enteré de cómo fue urdido el plan estratégico que me traería al mundo. A saber: conchabadas las abuelas, reclamaron de sus hermanas una reunión extraordinaria en la que recabar información de los sucedidos que hubieran tenido lugar en el ámbito ancestral y que arrojara alguna luz sobre el evento. Retomando leyendas, cuentos y otras fablillas de similar jaez, conducentes a encontrar soluciones o, mejor dicho, salidas para «el niño de las narices que está empezando a ser cargante».

            Perdida en la nebulosa de los tiempos, empezó a tomar consistencia el recuerdo del feliz alumbramiento del tatarabuelo Ulpiano, y cómo, una vez llegado, se amoldó a la vida sin aspavientos y resignadamente, teniendo, pese a su reticencia en llegar al mundo, una vida normal, no habiendo sido óbice lo tardío de su nacimiento. No puedo evitar sentir una afinidad o lazo sanguíneo, y es que el compartir vivencias conviene, es más, ayuda a sobrellevar momentos difíciles.

            No me enteré, por el contrario, si fue un hecho recurrente. Quién fue el primero o cómo se les ocurrió la salida. Tampoco me contaron si hubo algún caso en el que una mujer de la familia cargarse con un embarazo toda la vida y de lo que les aconteció. Mi curiosidad se limitaba a los alrededores de mi ombligo y poco más.

            En definitiva, y sin plazos establecidos, la conminaron a una rutina diaria de acuclillarse e intentar orinar. Todos los días, al menos una hora, y los domingos, dos, pues al disponer de mayor tiempo libre en los quehaceres, permitía sesión doble: mañana y tarde.

            La bacinilla fue una aportación higiénica de mi madre, obligada por su residencia en un piso de ciudad. En su caso se vaciaba en el excusado y no era necesario fregar el suelo todos los días. El cónclave no puso objeción a lo moderno, reconociendo, en alguna medida, la diferencia entre la ciudad y el campo. Al cabo y al fin se acostumbraba a usar la cuadra.

           Por consiguiente, se puso a ello como pueden colegir de mi relato. Al escribirlo, resulta prueba fehaciente que me sacaron a la luz en algún momento, y ahora con su escritura lo expongo a la difusión pública.

            De tenaz y férrica voluntad, mi madre se autoimpuso la rutina de agacharse de tal manera. Persistió durante tres años sin dar pruebas de desfallecimiento, y al fin lo consiguió: rompió aguas.

            Al quedarme seco, me estresé un poco, el líquido amniótico actuaba como salvaguarda de mi mundo, conteniendo los órganos internos de mi madre, circunscribiéndose estos a unas parcelas de su cuerpo ajeno a mi entorno. Al perderse el fluido, las vísceras pugnaban por ocupar el espacio libre, invitándome con ello a desalojar. En pocas horas, y presionado por órganos diversos, tuve que nacer. Influyó, qué duda cabe, la falta de suministros que dejaron de llegar a mi organismo, vía cordón umbilical. Empecé a tener hambre y sed, rápidamente deduje que de ahí no iba a sacar nada más y que, si quería comer algo, tendría que sacar mi cuerpo serrano afuera. Por suerte me había quedado cabeza abajo y, en un par de movimientos, me emplacé en el pubis dispuesto al alumbramiento. Eso motivó la alarma de las dichosas hormonas que avisaron a mi madre, dándole instrucciones para dilatar presto y eficazmente.

            ¡Al fin!

            Fue la expresión de mi madre al enterarse, vía hormonal, que estaba en sazón y dispuesto a evacuar el receptáculo materno.

            Púsose ella a dilatar sin tardanza (no creo necesario recordar que estos procesos suelen durar varias horas ni tampoco seguir un pormenorizado relato de los dolores propios de un parto, aunque debo advertir que no solo sufre la madre. Yo, para salir, pasé lo mío). Tened en cuenta que es necesario aplastar un tanto la cabeza, así como desencajar los hombros para poder pasar, y no es una experiencia gratificante ni mucho menos. Un repelús recorre mi cuerpo al rememorarlo.

            Nací.

            Primero te cortan el cordón bleu y luego te lavan; al principio lo disfrutas, pero claro, tienes hambre y berreas como un descosido. Yo, especialmente, no las tenía todas conmigo, después de tanto tiempo me esperaba alguna suerte de rechazo.      Afortunadamente, mi madre no es rencorosa, no sé muy bien por qué, y me tenía apego a pesar de todo. Me recibió con los brazos abiertos, cosa que hay que celebrar como es debido.

            El caso es que, limpito y todo, me acogió en sus brazos, y me dio de comer. Una leche de excelsa calidad, elaboración propia y muy abundante. De especial mención fueron los calostros, tan dulces y sabrosos que aún hoy, muchos años después, me vuelven la boca agua.

            Entre sus latidos y la rica leche, el tránsito a la seca atmósfera se me hizo menos traumático de lo esperado. Y, para un pasar más entretenido, estaban mi padre y mis hermanos haciendo cucamonas y aspavientos, que era una risión verlos

            Por lo antedicho se puede entender que era el último vástago en incorporarme a la rutina familiar, es decir el benjamín, creo que por eso tomaron la decisión, al bautizarme, de llamarme Felipe como mi padre.

            Y después de mí, nadie más. Mi madre, al parecer, acabó un poco harta de tanto embarazo.

            Por eso digo que era un falso dilema: o salía, o salía. Punto.