6 de abril de 2011

Aceite

Unos años después de la posguerra. Tampoco tantos. Pasamos de un chusco de pan, distraído de cualquier sitio, a la adquisición de una o dos barras de pan en los establecimientos al uso. Dicha barra era conocida con el cariñoso apelativo de pistola y cubría nuestras necesidades. Recuerdo que siempre que me tocaba comprar el pan, pedía una barra de pan, jamás una pistola, lo que en el fondo puede insinuar la naturaleza de mi personalidad o yoismo.
Pregunta: ¿De donde viene el nombre de pistola? ¡Eh!
Mi constitución física escasa, tirando a enclenque, era motivo de preocupación familiar. Y no sé si vía tradición de raigambre popular, o por visita efectuada al médico de cabecera,  se decidió tomar cartas en el asunto.
El caso es que vi un día a mi madre con una botella de cristal que tenía dibujado un pez en su etiqueta, y curiosamente no me sentí atraído por la novedad, lo que me lleva a razonar que en mi infancia disponía de un sexto sentido muy desarrollado.
“La botella de aceite de hígado de bacalao”.
Pregunta: ¿De donde viene el nombre de médico de cabecera? ¡Eh!
Ríete tú de los sesudos dilemas existenciales.
Mi madre, conocida por su predisposición a los planteamientos eficaces, y sin alharacas que distrajeran del motivo principal, esbozó diáfanamente el problema, trazando las soluciones más acordes a la proposición.
Primera opción:
-Tomarás una cucharada al día, para revitalizarte, que estás muy escuchimizado y no querrás ser un alfeñique toda la vida.
-Para ser tan fuerte como tu Padre.
-Para crecer grande y fuerte.
-Porque estás muy débil y podrías pillar alguna enfermedad.
Tampoco creas que se extendió mucho más.
Segunda opción:
-O te lo tomas, o te pongo la cara del revés.
Siempre he sido, desde mi más tierna infancia, proclive al buen razonamiento y a una bella exposición (sobre todo si va acompañado de una gestualidad acorde al paradigma que se quiere transmitir).
Escaso en años, pero no en inteligencia, sea esta normal o la ahora conocida como emocional, decidí optar por la primera opción.
La segunda no me parecía de recibo. Y es que una mirada me bastaba para captar las intenciones de mi madre. Y yo no soy de los que gustan recibir. Y yo con mi madre, era capaz de comunicar casi sin palabras.
Todos los días un mal trago. Hasta acabar existencias.
Intentaba taparme la nariz para tragar aquello, y deglutirlo presto en un intento de no dejar rastros en el paladar. Empeño inútil.
Parece ser que surtió efecto, el aceite, y se veía a mi madre más relajada. Me lo tomo a broma, pero debía ser muy escaso en envoltura, y el color de la tez no cumplía con los presupuestos asociados a lo saludable.
Nunca sabré si el aporte vitamínico y reconstituyente del aceite ese hizo su efecto o, por el contrario, empecé a comer con ansia por no seguir tragando cucharadas de aceite. No entraré en el debate de si fue un efecto orgánico o fruto de la urgente necesidad de obviar la cuchara de marras y su contenido. El caso es, que al poco fui cogiendo una presencia más acorde con la constitución familiar. Fenotipo amplio de tipo extenso. Porque en nuestra familia siempre hemos sido de huesos anchos, y ¡hete aquí! que con poco que rellenes la osamenta adquieres un aspecto considerable, expandido,  a la par que fuerte y recio, como más lucido.
Empero...
El tiempo, los años, y las recomendaciones médicas, me llevaron a recorrer el camino inverso.
El continuo devenir de la vida.