I
Guarnecido
entre las laderas de unas montañas viejas, se levantaron, tiempo ha, unas
cabañas con aprisco para ganado y refugio contra la intemperie del pastor.
Extravagante agrupación de chozas al abrigo del sol, sempiternamente
a la sombra.
Lo
único que no escasea es el agua que brota de cientos
de manantiales de las laderas, y discurre toda ella hacia
el ibón, en mitad del estrecho valle: los lugareños dicen
la poza. Todo el año los manantiales descargan
en él, y cuando algo parece inservible, se arroja a la charca que todo lo
traga, la poza no se llena nunca, no se sacia y sigue engullendo, año
tras año, los detritus del poblacho.
Fugaces
ondas del agua en esta piscina natural parecen sugerir el rebullir de algún
reptil antediluviano, como lo insinúan los extraños chapoteos que sin motivo
aparente se dejan oír. Algo siniestro habita sus oscuras aguas nunca hoyadas
directamente por la luz del Sol.
Un ligero
temblor de la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso tentáculo,
o tremenda anaconda, que al discurrir bajo la superficie atenaza el corazón con
su impresionante extensión. Tanto
tiempo pasando confirma una longitud infinita o la presencia de un ouroboros.
Queda
el pueblo sumido en el vacío, y es en la noche cuando se anima el poblado,
cuando se ve alguna luz tililar por
las bujías o los candiles alimentados con resinas de los
montes.
La
escasa población que habita el lugar posee el color macilento de quién huye de
la luz. Hasta hace poco desconocían de las gafas y utilizaban para proteger sus
ojos protectores de madera con una fina ranura al medio: primitivas gafas que
siempre llevan puestas. Cuando el sol asoma todos se guarecen bajo el techado
de sus payozas.
El
camino entre las casas parece haberse formado por un andar extravagantemente
sinuoso, por el roce y la exudación que parece expeler su piel y que encharca
la tierra entre las casas, que develan la principal: por su amplio paso y su
suelo siempre mojado.
II
La
aldea ha sido descubierta por el satélite. Han saltado las alarmas en el
Ministerio. No existen noticias de catastro, ni se han recogido impuestos
provenientes de ese lugar que no tiene nombre
en la cartografía nacional.
Rápidamente
se le puso un nombre, Zeta, y se comisionó a un inspector de Registro para que
fuera a levantar acta oficial del sitio y así efectuar la primera recaudación
oficial de impuestos.
Contra
lo que pudiera parecer se presentaron muchos voluntarios para el viaje: no
dejaba de ser una oportunidad de conocer un paraje virgen, en todos los
sentidos.
*
Zeta,
entre laderas de abruptas montañas, era un nombre
provisional que se le ocurrió al ingenioso del departamento y que al jefe le
gustó (el expediente zeta); nunca le pillé el aquél.
En
un entorno oculto desde no se sabe cuanto y que las fotografías nos develaron, se distinguía, a lo sumo, una
decena de payozas plantadas en una escarpada
pendiente. Entre
las casas discurre un camino que no lo parece: mas bien un sendero que se
originó por el arrastrar de una serpenteante forma desconocida entre el agua y las casas. Termina, o
empieza, el sendero al borde del amplio pozo en una impresionante placa de
granito que el tiempo ha desgastado puliéndolo.
A menos de dos metros, el agua: un líquido oscuro y
repelente. Desde el borde puedes quedar hipnotizado y pasar el tiempo mirando
al abismo de sus aguas cenagosas. Tal vez lo veas, la sombra de una sinuosa figura buceando
bajo el agua. Es corriente sufrir la atracción del abismo, la tentación de dejarse
caer, de sumirse en la negra profundidad; un canto de sirenios en lo más
profundo del cerebro. De vez en cuando, un chapoteo en el agua te devuelve a la
realidad rompiendo el lazo mesmérico.
Esas fueron mis primeras
impresiones al llegar a este lugar olvidado en el que nadie parecía habitarlo,
y cuyas puertas no fueron abiertas a pesar de mi insistencia. Estuve tentado de
abandonar el lugar pero lo avanzado de la tarde me disuadió.
Monté
la tienda dispuesto a pasar una noche aciaga. Una oscuridad repentina inundó el
lugar al ocultarse el sol y fue entonces cuando oí los primeros ruidos: roce de
pasos sobre la tierra que más parecían un deslizarse en la noche. Reconozco que
sentí temor y quise embutirme en el saco hasta que amaneciera, pudo, en cambio,
la responsabilidad. Haciendo acopio de valor recogí mis carpetas, tomé una
potente linterna y me dispuse a reconocer el lugar en plena nocturnidad.
A
cierta distancia iluminé una figura que se encaminaba a una de las chozas. Al
sentirse observado aceleró su paso, yo también. Le seguí hasta la puerta que
había traspasado. Desde el otro lado distinguía perfectamente los sonidos de un habla
desconocida llena de sibilantes sonidos. Con firmeza llamé a la puerta, y tras
un repentino silencio, un descorrer de cerrojos. Un individuo de gesto adusto y
de baja estatura me encaró espetándome un “quién eres
tú”.
Saqué
mis credenciales, con mi tono más áspero le dije a lo que venía, de lo
imprescindible de su colaboración, o si no, que se atuviera a las
consecuencias derivadas de su no colaboración con el fisco.
Se
comportó como esperaba, me franqueó la puerta donde a la oscilante luz de
antiguos candiles seis individuos estaban sentados
a lo largo de un banco en la pared. Miraban con la más absoluta vacuidad que
jamás hubiese visto. Recabé los datos de todos y les pude sonsacar más datos referentes al resto de sus pobladores. Concerté una
cita para la noche siguiente y así censar a los habitantes del lugar. Ellos,
que parecían los jefes de la localidad, me garantizaron su presencia y me
rogaron que no les importunase durante el día en el que se encerraban en sus
quehaceres no haciendo caso a nada. Todos se
refugiaban de unos rayos del sol que tanto molestaban. Ciertamente, sus enormes
pupilas, que me dijeron no podían contraer, les hacía vivir en este lugar
umbrío, refugiándose en sus chozas durante el día.
III
Pasé
el resto de la noche en un dormir inquieto, con sueños plagados de pesadillas,
con rítmicos sonidos de palpitantes vísceras; en un coro de hirientes chirridos
taladrando los oídos en invocaciones repetitivas, recalcitrantes.
Una
lengua muerta con palabras y significados desconocidos. Sonidos que repetía en mis sueños como un loro, sin conocer
el significado de lo que decía. Sonidos que en vigilia sería incapaz de
reproducir, de transcribir correctamente. Y la certeza de estar rezando a las impías figuras de un
pasado remoto, a los dioses del dolor y del caos.
Ogh—Hemenn. Yag – Daín. Ogh-- Labinar. Yag – Ablog.
Ogh-- Semironcen.
Yag – Daín. Ogh-- Jarerh. Yag – Ablog.
Sin
darme cuenta repetía la letanía sin saber su significado. Sin darme cuenta
invocaba al reino de la locura. Y me descubrí en la roca junto al pozo
repitiendo esas palabras ominosas con la vista atrapada en lo mas profundo del
agua oscura.
Cada
vez más cerca notaba su presencia. Aquello me había presentido, y mi voz era la cuerda que le
traía a este lado. Noté el horror ancestral
del tiempo antes del tiempo.
Y
mi cuerpo totalmente agarrotado, inerme, clavado al borde del abismo, esperando
a ser poseído por lo que atravesaba los eones entre universos. Y repetía,
repetía las palabras sin sentido, aún dándome cuenta de que aquello era mi
perdición, y la de mi especie, y que pronto sufriría los dolores más atroces: y el caos gobernaría los planetas.
Un
atisbo de voluntad intentaba alejarme del lugar. Que dejara de recitar las
oraciones impías, las mismas que encontraba placenteramente morbosas: posesión
y dolor prometido.
Pasé
toda la noche impávido, sobre el granito, incapaz de mover un músculo, asaltado
por el temor a desfallecer y caer a la sima profunda del pozo, atraído por el
horror, gozando del miedo, peleando mi voluntad. Mi ego contra mi ello, luchando por abandonar el lugar o dejarme llevar por lo insondable que venía desde el otro lado.
Temblando ante el
ligero reverbero en la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso
tentáculo. Tremenda anaconda que al discurrir bajo la superficie atenazaba mi
corazón en su impresionante extensión.
A cada poco las gentes del lugar
me traían, en cuencos, líquidos y comidas para ingerir, sosteniéndome en la larga
noche, susurrando sus invocaciones, mostrándome sus amarillos dientes como muestra de simpatía. El ligero roce
de sus manos con las mías me dejaba
un tacto húmedo y escamoso en la
piel.
IV
Hoy
ha amanecido un día de esos de los grises, y el reverbero de la luz lo evito con unas gafas de sol.
Estoy recogiendo toda la documentación y la impedimenta del viaje. Han sido
pocos días.
Me alegro de alejarme de este lugar. Detecto miradas curiosas
desde los ventanucos de las chozas. Esperan a
que me vaya para continuar con sus estúpidas rutinas: yo encantado de alejarme. No pienso mirar atrás.
Cuando
redacte el informe tendré que ser cuidadoso con las
palabras, que sean correctas al tiempo que carentes de sentimiento: en el fondo
mentiré.
Son los restos de una raza degenerada, física y moralmente;
fruto de incestuosos ayuntamientos contra natura, que ahondaron más su
aislamiento perpetuando sus taras, generación tras generación.
Me
alegro de alejarme para no volver. Siento sus miradas en el cogote y eso me
produce una enorme inquietud.
*
El
camino es un puro bache y se vuele penoso, agravado por mi incapacidad de mantener la concentración en
el terreno; desviándose mi atención a las regiones más fangosas de la
imaginación.
El
camino promete ser largo. Me atemoriza pensar que
mi voluntad quedó presa en la aldea y no me deja partir.
Bordeando
un río discurre un camino agrícola en buen estado, esto me permite relajarme en
la conducción al tiempo que noto, al mirarlo, angustia en las entrañas y la
sensación de consumirme hacia dentro.
Cuando
la carretera pasa muy cerca del agua tengo que parar ante las nauseas
que, subiendo por mi esófago, abrasaban mi cuerpo. Allí mismo, al borde del
agua, genuflexión y vómito, y en el regurgitar:
entrañas con lo que alguna vez fue ingerido. Continuamente paro cerca del río para arrojar todas las
inmundicias que al parecer me he traído desde
el paraje más escondidamente gris del país.
No
quería creerlo. Mi cerebro se iba formando una idea cabal de lo que estaba
sucediendo, las bilis expulsadas, oscuras como la pez, se rebullían
concéntricas en el agua, sin mezclarse ni diluirse. En su pequeño remolino
caían atrapadas las hojas, los insectos, luego los peces, alimentan la mancha
negra. Poco a poco aumentaba de tamaño, sin prisas,
con la parsimonia que tienen los seres eternos acostumbrados al paso de los
eones. Su crecimiento bien podría dilatarse días, y la mancha negra aumentaba
aún más contra corriente, como si de alguna manera quisiera volver a su origen.
Yo era el transportista del parásito que engulliría la
tierra.
Un
desagradable sonido partió de la mancha cuando entre las nubes se escurrió un
rayo de sol con el efecto corrosivo del ácido en la piel, esta vez sin tiempo para buscar la sombra.
El atisbo
de esperanza me produce un dolor intenso. Siento la
necesidad de acelerar el paso.
La
pequeña ciudad industrial de donde partí queda a tiro de piedra. De no verse,
se podría respirar. La nube de smog la protege del aire limpio. Otra vez
acercarse al río, otra vez dejar trozos de mis entrañas en el agua, otra vez
morir un poco más por dentro en una batalla condenada al fracaso, pues en
cuanto saliera el sol, lo fundiría.
Durante
el trayecto, a pesar de estar nublado, tanta luz me molestaba. Parecía que mi piel se secaba hasta volverse quebradiza. Aquí,
en cambio, bajo el paraguas de la contaminación, la
luz no me irrita y el aire se vuelve respirable por primera vez en el camino.
El
sol bajando a su ocaso. Rebota sus
haces en los cristales y en el agua del río. Al tocar
la mancha negra esta no parece alterarse.
*
Fue en ese
momento cuando me di cuenta de mi misión y dejé que se diluyeran los vestigios
humanos que me quedaban.
Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.
Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.
Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.
Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.
FIN