7 de junio de 2014

La mancha negra.

I

Guarnecido entre las laderas de unas montañas viejas, se levantaron, tiempo ha, unas cabañas con aprisco para ganado y refugio contra la intemperie del pastor. Extravagante agrupación de chozas al abrigo del sol, sempiternamente a la sombra.
Lo único que no escasea es el agua que brota de cientos de manantiales de las laderas, y discurre toda ella hacia el ibón, en mitad del estrecho valle: los lugareños dicen la poza. Todo el año los manantiales descargan en él, y cuando algo parece inservible, se arroja a la charca que todo lo traga, la poza no se llena nunca, no se sacia y sigue engullendo, año tras año, los detritus del poblacho.  
Fugaces ondas del agua en esta piscina natural parecen sugerir el rebullir de algún reptil antediluviano, como lo insinúan los extraños chapoteos que sin motivo aparente se dejan oír. Algo siniestro habita sus oscuras aguas nunca hoyadas directamente por la luz del Sol.
Un ligero temblor de la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso tentáculo, o tremenda anaconda, que al discurrir bajo la superficie atenaza el corazón con su impresionante extensión.    Tanto tiempo pasando confirma una longitud infinita o la presencia de un ouroboros.
Queda el pueblo sumido en el vacío, y es en la noche cuando se anima el poblado, cuando se ve alguna luz tililar por las bujías o los candiles alimentados con resinas de los montes.
La escasa población que habita el lugar posee el color macilento de quién huye de la luz. Hasta hace poco desconocían de las gafas y utilizaban para proteger sus ojos protectores de madera con una fina ranura al medio: primitivas gafas que siempre llevan puestas. Cuando el sol asoma todos se guarecen bajo el techado de sus payozas.
El camino entre las casas parece haberse formado por un andar extravagantemente sinuoso, por el roce y la exudación que parece expeler su piel y que encharca la tierra entre las casas, que develan la principal: por su amplio paso y su suelo siempre mojado.




II


La aldea ha sido descubierta por el satélite. Han saltado las alarmas en el Ministerio. No  existen noticias de catastro, ni se han recogido impuestos provenientes de ese lugar que no tiene nombre en la cartografía nacional.
Rápidamente se le puso un nombre, Zeta, y se comisionó a un inspector de Registro para que fuera a levantar acta oficial del sitio y así efectuar la primera recaudación oficial de impuestos.
Contra lo que pudiera parecer se presentaron muchos voluntarios para el viaje: no dejaba de ser una oportunidad de conocer un paraje virgen, en todos los sentidos.

*

Zeta, entre laderas de abruptas montañas, era un nombre provisional que se le ocurrió al ingenioso del departamento y que al jefe le gustó (el expediente zeta); nunca le pillé el aquél.
En un entorno oculto desde no se sabe cuanto y  que las fotografías nos develaron, se distinguía, a lo sumo, una decena de payozas plantadas en una  escarpada pendiente. Entre las casas discurre un camino que no lo parece: mas bien un sendero que se originó por el arrastrar de una serpenteante forma desconocida  entre el agua y las casas. Termina, o empieza, el sendero al borde del amplio pozo en una impresionante placa de granito que el tiempo ha desgastado puliéndolo.
A menos de dos metros, el agua: un líquido oscuro y repelente. Desde el borde puedes quedar hipnotizado y pasar el tiempo mirando al abismo de sus aguas cenagosas. Tal vez lo veas, la sombra de una sinuosa figura buceando bajo el agua. Es corriente sufrir la atracción del abismo, la tentación de dejarse caer, de sumirse en la negra profundidad; un canto de sirenios en lo más profundo del cerebro. De vez en cuando, un chapoteo en el agua te devuelve a la realidad rompiendo el lazo mesmérico.
Esas fueron mis primeras impresiones al llegar a este lugar olvidado en el que nadie parecía habitarlo, y cuyas puertas no fueron abiertas a pesar de mi insistencia. Estuve tentado de abandonar el lugar pero lo avanzado de la tarde me disuadió.
Monté la tienda dispuesto a pasar una noche aciaga. Una oscuridad repentina inundó el lugar al ocultarse el sol y fue entonces cuando oí los primeros ruidos: roce de pasos sobre la tierra que más parecían un deslizarse en la noche. Reconozco que sentí temor y quise embutirme en el saco hasta que amaneciera, pudo, en cambio, la responsabilidad. Haciendo acopio de valor recogí mis carpetas, tomé una potente linterna y me dispuse a reconocer el lugar en plena nocturnidad.
A cierta distancia iluminé una figura que se encaminaba a una de las chozas. Al sentirse observado aceleró su paso, yo también. Le seguí hasta la puerta que había traspasado. Desde el otro lado distinguía perfectamente los sonidos de un habla desconocida llena de sibilantes sonidos. Con firmeza llamé a la puerta, y tras un repentino silencio, un descorrer de cerrojos. Un individuo de gesto adusto y de baja estatura me encaró espetándome un “quién eres tú”.
Saqué mis credenciales, con mi tono más áspero le dije a lo que venía, de lo imprescindible de su colaboración, o si no, que se atuviera a las consecuencias derivadas de su no colaboración con el fisco.
Se comportó como esperaba, me franqueó la puerta donde a la oscilante luz de antiguos candiles seis individuos estaban sentados a lo largo de un banco en la pared. Miraban con la más absoluta vacuidad que jamás hubiese visto. Recabé los datos de todos y les pude sonsacar más datos referentes al resto de sus pobladores. Concerté una cita para la noche siguiente y así censar a los habitantes del lugar. Ellos, que parecían los jefes de la localidad, me garantizaron su presencia y me rogaron que no les importunase durante el día en el que se encerraban en sus quehaceres no haciendo caso a nada. Todos se refugiaban de unos rayos del sol que tanto molestaban. Ciertamente, sus enormes pupilas, que me dijeron no podían contraer, les hacía vivir en este lugar umbrío, refugiándose en sus chozas durante el día.


  
III


Pasé el resto de la noche en un dormir inquieto, con sueños plagados de pesadillas, con rítmicos sonidos de palpitantes vísceras; en un coro de hirientes chirridos taladrando los oídos en invocaciones repetitivas, recalcitrantes.
Una lengua muerta con palabras y significados desconocidos. Sonidos que repetía en mis sueños como un loro, sin conocer el significado de lo que decía. Sonidos que en vigilia sería incapaz de reproducir, de transcribir correctamente. Y la certeza de estar rezando a las impías figuras de un pasado remoto, a los dioses del dolor y del caos.

Ogh—Hemenn. Yag – Daín. Ogh-- Labinar. Yag – Ablog.
Ogh-- Semironcen.
Yag – Daín. Ogh-- Jarerh. Yag – Ablog.

Sin darme cuenta repetía la letanía sin saber su significado. Sin darme cuenta invocaba al reino de la locura. Y me descubrí en la roca junto al pozo repitiendo esas palabras ominosas con la vista atrapada en lo mas profundo del agua oscura.
Cada vez más cerca notaba su presencia. Aquello me había presentido, y mi voz era la cuerda que le traía a este lado. Noté el horror ancestral del tiempo antes del tiempo.
Y mi cuerpo totalmente agarrotado, inerme, clavado al borde del abismo, esperando a ser poseído por lo que atravesaba los eones entre universos. Y repetía, repetía las palabras sin sentido, aún dándome cuenta de que aquello era mi perdición, y la de mi especie, y que pronto sufriría los dolores más atroces: y el caos gobernaría los planetas.
Un atisbo de voluntad intentaba alejarme del lugar. Que dejara de recitar las oraciones impías, las mismas que encontraba placenteramente morbosas: posesión y dolor prometido.
Pasé toda la noche impávido, sobre el granito, incapaz de mover un músculo, asaltado por el temor a desfallecer y caer a la sima profunda del pozo, atraído por el horror, gozando del miedo, peleando mi voluntad. Mi ego contra mi ello, luchando por abandonar el lugar o dejarme llevar por lo insondable que venía desde el otro lado.
Temblando ante el ligero reverbero en la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso tentáculo. Tremenda anaconda que al discurrir bajo la superficie atenazaba mi corazón en su impresionante extensión.
A cada poco las gentes del lugar me traían, en cuencos, líquidos y comidas para ingerir, sosteniéndome en la larga noche, susurrando sus invocaciones, mostrándome sus amarillos dientes como muestra de simpatía. El ligero roce de sus manos con las mías me dejaba  un tacto húmedo y escamoso en la  piel.

 

IV


Hoy ha amanecido un día de esos de los grises, y el reverbero de la luz lo evito con unas gafas de sol. Estoy recogiendo toda la documentación y la impedimenta del viaje. Han sido pocos días.
Me alegro de alejarme de este lugar. Detecto miradas curiosas desde los ventanucos de las chozas. Esperan a que me vaya para continuar con sus estúpidas rutinas: yo encantado de alejarme. No pienso mirar atrás.
Cuando redacte el informe tendré que ser cuidadoso con las palabras, que sean correctas al tiempo que carentes de sentimiento: en el fondo mentiré.
Son los restos de una raza degenerada, física y moralmente; fruto de incestuosos ayuntamientos contra natura,  que ahondaron más su aislamiento perpetuando sus taras, generación tras generación.
Me alegro de alejarme para no volver. Siento sus miradas en el cogote y eso me produce una enorme inquietud.

*

El camino es un puro bache y se vuele penoso, agravado por mi incapacidad de mantener la concentración en el terreno; desviándose mi atención a las regiones más fangosas de la imaginación.
El camino promete ser largo. Me atemoriza pensar que mi voluntad quedó presa en la aldea y no me deja partir.
Bordeando un río discurre un camino agrícola en buen estado, esto me permite relajarme en la conducción al tiempo que noto, al mirarlo, angustia en las entrañas y la sensación de consumirme hacia dentro.
Cuando la carretera pasa muy cerca del agua tengo que parar ante las nauseas que, subiendo por mi esófago, abrasaban mi cuerpo. Allí mismo, al borde del agua, genuflexión y vómito, y en el regurgitar: entrañas con lo que alguna vez fue ingerido. Continuamente paro cerca del río para arrojar todas las inmundicias que al parecer me he traído desde el paraje más escondidamente gris del país.
No quería creerlo. Mi cerebro se iba formando una idea cabal de lo que estaba sucediendo, las bilis expulsadas, oscuras como la pez, se rebullían concéntricas en el agua, sin mezclarse ni diluirse. En su pequeño remolino caían atrapadas las hojas, los insectos, luego los peces, alimentan la mancha negra. Poco a poco aumentaba de tamaño, sin prisas, con la parsimonia que tienen los seres eternos acostumbrados al paso de los eones. Su crecimiento bien podría dilatarse días, y la mancha negra aumentaba aún más contra corriente, como si de alguna manera quisiera volver a su origen.
Yo era el transportista del parásito que engulliría la tierra.
Un desagradable sonido partió de la mancha cuando entre las nubes se escurrió un rayo de sol con el efecto corrosivo del ácido en la piel, esta vez sin tiempo para buscar la sombra.
El atisbo de esperanza me produce un dolor intenso. Siento la necesidad de acelerar el paso.
La pequeña ciudad industrial de donde partí queda a tiro de piedra. De no verse, se podría respirar. La nube de smog la protege del aire limpio. Otra vez acercarse al río, otra vez dejar trozos de mis entrañas en el agua, otra vez morir un poco más por dentro en una batalla condenada al fracaso, pues en cuanto saliera el sol, lo fundiría.
Durante el trayecto, a pesar de estar nublado, tanta luz me molestaba. Parecía que mi piel se secaba hasta volverse quebradiza. Aquí, en cambio, bajo el paraguas de la contaminación, la luz no me irrita y el aire se vuelve respirable por primera vez en el camino.
El sol bajando a su ocaso. Rebota sus haces en los cristales y en el agua del río. Al tocar la mancha negra esta no parece alterarse.

*

Fue en ese momento cuando me di cuenta de mi misión y dejé que se diluyeran los vestigios humanos que me quedaban.


Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.



FIN