9 de septiembre de 2020

El hombre de paja (Nerios y Ártabros)





El hombre de paja (Nerios y Ártabros)

 

No sabría decirte cuando ocurrió el desastre y si alguna vez se ha repetido; lo que voy a contarte lo vi con mis propios ojos.

Fue hace muchos años, fíjate que de los romanos solo teníamos noticias por habladurías de arrieros. El discurrir cotidiano fluía en nuestros quehaceres, algún litigio entre vecinos y rifirrafes comunes con otras aldeas, en especial con los Ártabros. Siempre causantes de líos de linde o por servidumbres de paso.

Hubo un conflicto sonado que, al día de hoy, no sabría decir cómo se originó. El caso fue que los roces fueron a mayores y en una trifulca murió un neriense descalabrado por una pedrada que le lanzó un artábrino. Los ánimos, fácilmente caldeables, y más si se trata de la tierra, subieron de temperatura hasta requerir sendas asambleas. Los más sensatos abogaban por una reparación para la familia, los más ardientes clamaban venganza devolviendo muerte por muerte. La bilis era considerable y el rugir de indignadas gargantas se impuso en la reunión, y entre todos se proclamó jefe de partida; los mas nerviosos afilaban sus armas, otros salían en busca de sus propios pertrechos, dispuesto el pueblo a iniciar el sendero de guerra.

Los vigías que daban el queo alertaron.

Desde el bosque cercano se acercaba el druida con sus aprendices. Caminaba al frente con paso airado y lo seguían a trompicones con sus hatillos los discípulos atemorizados. Irradiaba el monje una evidente irritación, y la propia vegetación lo sabía pidiendo paso franco cuando no decidía ofrecerse de tapiz a sus sandalias.

Y todo se paralizó.

Llegó hasta el centro comunal, mandó llamar a los jóvenes y les encargó que fueran al monte por varas largas y a recoger fronda de las casas, traer mimbre ya seco y apilarlo en montones, junto a la piedra sagrada. Cuando consideró suficiente la cantidad, empezó a dirigir la construcción de un gigante hecho de ramas y hojas, al que decíale  El Home do Bimbio,  un enorme armazón de maderas y juncos cubierto de hojas y terroes de hierba. Terminóse de construir el hombre todo hueco por dentro y con arneses a los que sujetar una víctima propiciatoria.

Siguiendo las instrucciones del encantador, y llegados representantes néricos y artábricos, lo cargamos a nuestras espaldas y, con gran esfuerzo, lo emplazamos en la empalizada donde se originó el conflicto. Nos mandó esperar allí y marchó.

Al cabo de dos jornadas, vimos al hechicero volver al frente de un gentío y, entre ellos, fuertemente maniatado y amordazado, el que iba a ser la ofrenda. Separados por la linde, las gentes de los dos poblados permanecían en silencio, mientras el mago salmodiaba en el idioma secreto de nuestros antepasados los fonemas mágicos que solo los maestros entendían. A una voz suya, el prisionero fue introducido en el armazón y sujeto con recias ligaduras dentro, mientras nuestro mistagogo recitaba sus mantras rodeando al gigante una y otra vez. Acabose el rito y, empuñando un estilete de oro, atravesó la nuca del reo; luego procedió a seccionar los talones para desangrar el cuerpo y dejar brotar la sangre, ya sin vida, sobre el mimbre de la jaula.

Pasamos tres noches repitiendo las letanías que el sacerdote salmodiaba, y ahí quedose. Nosotros volvimos a nuestros quehaceres y muchos olvidamos el incidente.

 Volvió la rutina a los poblados, discurriendo las estaciones sin más altercados que los propios entre los que trasegaban en exceso con el hidromiel.

Fue en primavera, cuando los críos con sus juegos venían a contar cómo al home le brotaban nuevas ramas. Naturalmente, poco caso se les hacía, pues son fantasías de nenos y, entre los mayores, pocas ganas había de indagar en el cercado; de alguna manera se había convertido en un lugar poco grato.

Uno de esos días en que los infantes, en sus correrías, en llegando a los límites los traspasaron. Trajeron la noticia de la muerte de uno de ellos atravesado por las ramas del home.

Dejó cada cual su labor y fuimos temiendo cada uno por su hijo hasta el cercado y lo vimos: el cadáver de un niño traspasado el pecho por una vara cuando intentaba saltar la valla.

Y ahí estaba pendiendo sobre el palenque. Nadie pudo acercarse, pues del engendro brotaban ramas que golpeaban e intentaban herir de muerte a todo el que quisiera acercarse. Todos los intentos de recuperar el cuerpo fueron baldíos, sistemáticamente rechazados por la criatura.

A cierta distancia, preparamos una gran fogata dispuestos a terminar con el engendro con el fuego. Primero teas encendidas, luego saetas, hasta que prendió el monstruo, y entre el crepitar de la madera se escuchaba el chirriar de los alaridos del muerto taladrando los tímpanos, lo que nos hacía alejarnos cada vez más del monstruo.

Las pavesas que se llevaba el viento prendían los campos cultivados y el fuego se extendió por la región. Las llamas que devoraban al ser no lo consumían, y sus movimientos convulsos lanzaban al viento chispas devorándolo todo.

A lo lejos se oía el canto del druida; sus aprendices, en procesión, portando muérdago en haces, se infligían azotes unos a otros sobre la espalda; gotas de sangre resbalaban empapando ropajes, regando la tierra.

Rodeado el Home por los acólitos, hacían el coro del monje del bosque que clamaba a la bestia con su voz más tonante.

Al fin, la cosa en llamas se alzó y, con torpes movimientos, siguió al druida que, parsimonioso, tomaría el sendero de la costa.

Guardando las distancias, las gentes se apiñaban a lo largo del camino, y en murmullos se cavilaba sobre los que ocurriría después. Una mezcla de horror y fascinación recorría el sendero, algunos sorprendidos caían en trance y se incorporaban a la comitiva en alucinado séquito, impasibles a las brasas que cubrían el camino que abría el hechicero.

Desde el mar llegaba el olor de las algas y del salitre. Nos llegaba también el bramar de las olas al romper en el acantilado y la lenta marcha seguía con todos en peregrinación.

Al borde mismo del acantilado, el druida, con su vara alzada, increpó a las aguas y al cielo que se llenó de sombrías nubes, rugiendo truenos y relámpagos que apagaban, sin conseguirlo del todo, la voz del hombre sagrado.

Y saltó.

Y tras él sus aprendices y el monstruo. Le siguió la concurrencia en procesión lanzando alaridos de desesperación al acercarse a su muerte, entre rocas y un mar embravecido.

El sacrificio plugo a los dioses y éstos, benévolos, calmaron a los cielos, apaciguando las aguas del mar. Y bajo las cristalinas aguas vimos adentrarse en el mar la procesión con el druida al frente, cerrando el séquito el monstruo hecho de Bimbio.

Cada año por estas fechas visitamos el acantilado de Fisterra, llevando recuerdos para los sacrificados, porciones de aquello que recordamos les era placentero.

Lloramos los deudos, oramos por ellos, en el mes de las tormentas.

En silencio volvemos a casa, sin entender muy bien qué pasó, contando a los pequeños toda la historia, para que aprendan, para no olvidarnos.