10 de diciembre de 2014

FELIZ NAVIDAD 2015

FELIZ NAVIDAD FELIZ NAVIDAD 
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24 de octubre de 2014

NIEBLA Nº 2

Antes del amanecer me levanté de la cama y la vista no alcanzaba más allá de unos metros, para ser exactos tres metros y cuarenta y ocho cm. desde la ventana.
El despertar me trajo un prurito investigador y me tentó el experimento clarificador de medir la distancia exacta donde paraba la niebla. Al no haber llegado la alborada no cabía contaminación lumínica y el resultado alcanzaría una precisión matemática siendo más fiable, pongamos por caso, que cuando despunta el día o cuando éste lleva un trecho recorrido, algo así cómo media mañana o más. Tomé un metro especial para medir distancias, no para viajar en él, y ni corto ni perezoso, pero por supuesto muy donoso, salí. Expuse mis carnes a las inclemencias del tiempo por mor del experimento tan particular.
Mi primera dificultad estribó en dónde enganchar el principio del metro que sirviera de punto de partida a la medición pulcra y exacta del espacio hasta llegar a la densa niebla. Entresaqué de mi kit de mañoso: navaja, destornillador, alicates... una pequeña grapadora marca liliputiense que me ha salvado en múltiples ocasiones de algún agobio, con ella grapé el metro a la feraz tierra y, claro está, me arrastré por el lodo para conservar la precisa inclinación de la cinta de medir evitando, en lo posible, la distorsión.
En mi camino había un matojo de flora silvestre, de ésa que crece en el campo y que carece de interés, así qué saqué la navaja que, afilada como iba, recomiendo siempre que su utilización y su trato sean exquisitos para evitar con ello esos cortes que tantas veces llevan aparejados abundante sangre, escozor y maldiciones. Navaja en mano, y sujetando el metro con los dientes, corté el abrojo matojo que se había empecinado en estorbar mi camino.
Una hora de parsimonioso, por su dificultad, avance, alcancé mi destino... La Niebla ... La húmeda, intangible niebla, pálida niebla, brumosa, creo que es factible afirmar que la niebla es brumosa.
Tuve que solventar alguna dificultad debido sobre todo al carácter esquivo de la niebla, unas veces se acerca, otras se aleja. Después de un rato de tira y afloja y cuando me tomó más confianza, se asentó y me dejó rozarla con el metro para así terminar con mi medición que presto anoté en mi libretita de experimentos. (En ella anoto también algún pensamiento de índole más personal, que no viene al caso). La exacta distancia quedó fijada en tres metros y cuarenta y ocho centímetros, que es la distancia exacta que alcanzaba mi vista.
Y es todo lo que puedo afirmar, más allá, quién sabe, tal vez a los tres metros y cincuenta centímetros luce un sol radiante. Tal vez.






23 de septiembre de 2014

NIEBLA Nº 1


Esta mañana muy tempranito salí de la cama muy despacito. Aparte de la oscuridad reinante distinguíase una espesa niebla, tan densa, que mi vista no alcanzaba más de los dos metros, con gafas. Me quise asegurar que el fenómeno no fuese sólo producto de la oscuridad de la noche o del propio invierno, para ello pergeñé un plan de medidas tendente a la exacta medición de la distancia a la que la vista se nubla, no alcanzando más allá.
Primero barajé la posibilidad de esperar a la luz diurna o, por el contrario, hacer la medición en ese momento en el que todavía no ha amanecido, cuando es de noche y la luz no nos alcanza.
Pensé: si no ha amanecido es que es de noche, conclusión por otro lado inevitable. Así que después de algunas abluciones matinales, tampoco muchas, y después de cubrir mi cuerpo serrano con las telas correspondientes al crudo invierno, después de vigorizar mi cuerpo con la ingesta de algún sustento. Después de eso, pues nada. Había amanecido, le había dado tiempo a salir el sol y levantar la niebla.

Alicaído cejé en mi empeño y creí conveniente dejarlo para otro día, cuando los hados fuesen favorables o cuando mi intelecto ingeniase un mecanismo de medición adecuado al problema y entonces desentrañase el misterio que esta mañana me había desazonado.

7 de junio de 2014

La mancha negra.

I

Guarnecido entre las laderas de unas montañas viejas, se levantaron, tiempo ha, unas cabañas con aprisco para ganado y refugio contra la intemperie del pastor. Extravagante agrupación de chozas al abrigo del sol, sempiternamente a la sombra.
Lo único que no escasea es el agua que brota de cientos de manantiales de las laderas, y discurre toda ella hacia el ibón, en mitad del estrecho valle: los lugareños dicen la poza. Todo el año los manantiales descargan en él, y cuando algo parece inservible, se arroja a la charca que todo lo traga, la poza no se llena nunca, no se sacia y sigue engullendo, año tras año, los detritus del poblacho.  
Fugaces ondas del agua en esta piscina natural parecen sugerir el rebullir de algún reptil antediluviano, como lo insinúan los extraños chapoteos que sin motivo aparente se dejan oír. Algo siniestro habita sus oscuras aguas nunca hoyadas directamente por la luz del Sol.
Un ligero temblor de la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso tentáculo, o tremenda anaconda, que al discurrir bajo la superficie atenaza el corazón con su impresionante extensión.    Tanto tiempo pasando confirma una longitud infinita o la presencia de un ouroboros.
Queda el pueblo sumido en el vacío, y es en la noche cuando se anima el poblado, cuando se ve alguna luz tililar por las bujías o los candiles alimentados con resinas de los montes.
La escasa población que habita el lugar posee el color macilento de quién huye de la luz. Hasta hace poco desconocían de las gafas y utilizaban para proteger sus ojos protectores de madera con una fina ranura al medio: primitivas gafas que siempre llevan puestas. Cuando el sol asoma todos se guarecen bajo el techado de sus payozas.
El camino entre las casas parece haberse formado por un andar extravagantemente sinuoso, por el roce y la exudación que parece expeler su piel y que encharca la tierra entre las casas, que develan la principal: por su amplio paso y su suelo siempre mojado.




II


La aldea ha sido descubierta por el satélite. Han saltado las alarmas en el Ministerio. No  existen noticias de catastro, ni se han recogido impuestos provenientes de ese lugar que no tiene nombre en la cartografía nacional.
Rápidamente se le puso un nombre, Zeta, y se comisionó a un inspector de Registro para que fuera a levantar acta oficial del sitio y así efectuar la primera recaudación oficial de impuestos.
Contra lo que pudiera parecer se presentaron muchos voluntarios para el viaje: no dejaba de ser una oportunidad de conocer un paraje virgen, en todos los sentidos.

*

Zeta, entre laderas de abruptas montañas, era un nombre provisional que se le ocurrió al ingenioso del departamento y que al jefe le gustó (el expediente zeta); nunca le pillé el aquél.
En un entorno oculto desde no se sabe cuanto y  que las fotografías nos develaron, se distinguía, a lo sumo, una decena de payozas plantadas en una  escarpada pendiente. Entre las casas discurre un camino que no lo parece: mas bien un sendero que se originó por el arrastrar de una serpenteante forma desconocida  entre el agua y las casas. Termina, o empieza, el sendero al borde del amplio pozo en una impresionante placa de granito que el tiempo ha desgastado puliéndolo.
A menos de dos metros, el agua: un líquido oscuro y repelente. Desde el borde puedes quedar hipnotizado y pasar el tiempo mirando al abismo de sus aguas cenagosas. Tal vez lo veas, la sombra de una sinuosa figura buceando bajo el agua. Es corriente sufrir la atracción del abismo, la tentación de dejarse caer, de sumirse en la negra profundidad; un canto de sirenios en lo más profundo del cerebro. De vez en cuando, un chapoteo en el agua te devuelve a la realidad rompiendo el lazo mesmérico.
Esas fueron mis primeras impresiones al llegar a este lugar olvidado en el que nadie parecía habitarlo, y cuyas puertas no fueron abiertas a pesar de mi insistencia. Estuve tentado de abandonar el lugar pero lo avanzado de la tarde me disuadió.
Monté la tienda dispuesto a pasar una noche aciaga. Una oscuridad repentina inundó el lugar al ocultarse el sol y fue entonces cuando oí los primeros ruidos: roce de pasos sobre la tierra que más parecían un deslizarse en la noche. Reconozco que sentí temor y quise embutirme en el saco hasta que amaneciera, pudo, en cambio, la responsabilidad. Haciendo acopio de valor recogí mis carpetas, tomé una potente linterna y me dispuse a reconocer el lugar en plena nocturnidad.
A cierta distancia iluminé una figura que se encaminaba a una de las chozas. Al sentirse observado aceleró su paso, yo también. Le seguí hasta la puerta que había traspasado. Desde el otro lado distinguía perfectamente los sonidos de un habla desconocida llena de sibilantes sonidos. Con firmeza llamé a la puerta, y tras un repentino silencio, un descorrer de cerrojos. Un individuo de gesto adusto y de baja estatura me encaró espetándome un “quién eres tú”.
Saqué mis credenciales, con mi tono más áspero le dije a lo que venía, de lo imprescindible de su colaboración, o si no, que se atuviera a las consecuencias derivadas de su no colaboración con el fisco.
Se comportó como esperaba, me franqueó la puerta donde a la oscilante luz de antiguos candiles seis individuos estaban sentados a lo largo de un banco en la pared. Miraban con la más absoluta vacuidad que jamás hubiese visto. Recabé los datos de todos y les pude sonsacar más datos referentes al resto de sus pobladores. Concerté una cita para la noche siguiente y así censar a los habitantes del lugar. Ellos, que parecían los jefes de la localidad, me garantizaron su presencia y me rogaron que no les importunase durante el día en el que se encerraban en sus quehaceres no haciendo caso a nada. Todos se refugiaban de unos rayos del sol que tanto molestaban. Ciertamente, sus enormes pupilas, que me dijeron no podían contraer, les hacía vivir en este lugar umbrío, refugiándose en sus chozas durante el día.


  
III


Pasé el resto de la noche en un dormir inquieto, con sueños plagados de pesadillas, con rítmicos sonidos de palpitantes vísceras; en un coro de hirientes chirridos taladrando los oídos en invocaciones repetitivas, recalcitrantes.
Una lengua muerta con palabras y significados desconocidos. Sonidos que repetía en mis sueños como un loro, sin conocer el significado de lo que decía. Sonidos que en vigilia sería incapaz de reproducir, de transcribir correctamente. Y la certeza de estar rezando a las impías figuras de un pasado remoto, a los dioses del dolor y del caos.

Ogh—Hemenn. Yag – Daín. Ogh-- Labinar. Yag – Ablog.
Ogh-- Semironcen.
Yag – Daín. Ogh-- Jarerh. Yag – Ablog.

Sin darme cuenta repetía la letanía sin saber su significado. Sin darme cuenta invocaba al reino de la locura. Y me descubrí en la roca junto al pozo repitiendo esas palabras ominosas con la vista atrapada en lo mas profundo del agua oscura.
Cada vez más cerca notaba su presencia. Aquello me había presentido, y mi voz era la cuerda que le traía a este lado. Noté el horror ancestral del tiempo antes del tiempo.
Y mi cuerpo totalmente agarrotado, inerme, clavado al borde del abismo, esperando a ser poseído por lo que atravesaba los eones entre universos. Y repetía, repetía las palabras sin sentido, aún dándome cuenta de que aquello era mi perdición, y la de mi especie, y que pronto sufriría los dolores más atroces: y el caos gobernaría los planetas.
Un atisbo de voluntad intentaba alejarme del lugar. Que dejara de recitar las oraciones impías, las mismas que encontraba placenteramente morbosas: posesión y dolor prometido.
Pasé toda la noche impávido, sobre el granito, incapaz de mover un músculo, asaltado por el temor a desfallecer y caer a la sima profunda del pozo, atraído por el horror, gozando del miedo, peleando mi voluntad. Mi ego contra mi ello, luchando por abandonar el lugar o dejarme llevar por lo insondable que venía desde el otro lado.
Temblando ante el ligero reverbero en la superficie del agua y el fluir reflejado de un grueso tentáculo. Tremenda anaconda que al discurrir bajo la superficie atenazaba mi corazón en su impresionante extensión.
A cada poco las gentes del lugar me traían, en cuencos, líquidos y comidas para ingerir, sosteniéndome en la larga noche, susurrando sus invocaciones, mostrándome sus amarillos dientes como muestra de simpatía. El ligero roce de sus manos con las mías me dejaba  un tacto húmedo y escamoso en la  piel.

 

IV


Hoy ha amanecido un día de esos de los grises, y el reverbero de la luz lo evito con unas gafas de sol. Estoy recogiendo toda la documentación y la impedimenta del viaje. Han sido pocos días.
Me alegro de alejarme de este lugar. Detecto miradas curiosas desde los ventanucos de las chozas. Esperan a que me vaya para continuar con sus estúpidas rutinas: yo encantado de alejarme. No pienso mirar atrás.
Cuando redacte el informe tendré que ser cuidadoso con las palabras, que sean correctas al tiempo que carentes de sentimiento: en el fondo mentiré.
Son los restos de una raza degenerada, física y moralmente; fruto de incestuosos ayuntamientos contra natura,  que ahondaron más su aislamiento perpetuando sus taras, generación tras generación.
Me alegro de alejarme para no volver. Siento sus miradas en el cogote y eso me produce una enorme inquietud.

*

El camino es un puro bache y se vuele penoso, agravado por mi incapacidad de mantener la concentración en el terreno; desviándose mi atención a las regiones más fangosas de la imaginación.
El camino promete ser largo. Me atemoriza pensar que mi voluntad quedó presa en la aldea y no me deja partir.
Bordeando un río discurre un camino agrícola en buen estado, esto me permite relajarme en la conducción al tiempo que noto, al mirarlo, angustia en las entrañas y la sensación de consumirme hacia dentro.
Cuando la carretera pasa muy cerca del agua tengo que parar ante las nauseas que, subiendo por mi esófago, abrasaban mi cuerpo. Allí mismo, al borde del agua, genuflexión y vómito, y en el regurgitar: entrañas con lo que alguna vez fue ingerido. Continuamente paro cerca del río para arrojar todas las inmundicias que al parecer me he traído desde el paraje más escondidamente gris del país.
No quería creerlo. Mi cerebro se iba formando una idea cabal de lo que estaba sucediendo, las bilis expulsadas, oscuras como la pez, se rebullían concéntricas en el agua, sin mezclarse ni diluirse. En su pequeño remolino caían atrapadas las hojas, los insectos, luego los peces, alimentan la mancha negra. Poco a poco aumentaba de tamaño, sin prisas, con la parsimonia que tienen los seres eternos acostumbrados al paso de los eones. Su crecimiento bien podría dilatarse días, y la mancha negra aumentaba aún más contra corriente, como si de alguna manera quisiera volver a su origen.
Yo era el transportista del parásito que engulliría la tierra.
Un desagradable sonido partió de la mancha cuando entre las nubes se escurrió un rayo de sol con el efecto corrosivo del ácido en la piel, esta vez sin tiempo para buscar la sombra.
El atisbo de esperanza me produce un dolor intenso. Siento la necesidad de acelerar el paso.
La pequeña ciudad industrial de donde partí queda a tiro de piedra. De no verse, se podría respirar. La nube de smog la protege del aire limpio. Otra vez acercarse al río, otra vez dejar trozos de mis entrañas en el agua, otra vez morir un poco más por dentro en una batalla condenada al fracaso, pues en cuanto saliera el sol, lo fundiría.
Durante el trayecto, a pesar de estar nublado, tanta luz me molestaba. Parecía que mi piel se secaba hasta volverse quebradiza. Aquí, en cambio, bajo el paraguas de la contaminación, la luz no me irrita y el aire se vuelve respirable por primera vez en el camino.
El sol bajando a su ocaso. Rebota sus haces en los cristales y en el agua del río. Al tocar la mancha negra esta no parece alterarse.

*

Fue en ese momento cuando me di cuenta de mi misión y dejé que se diluyeran los vestigios humanos que me quedaban.


Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth. Yog-Sothoth.



FIN


14 de mayo de 2014

AUTOBIOGRAFÍA por Décadas.

Autobiografía de poeta a los veinte años.

Grande, capaz, vigoroso
Largo pelo, luenga y tupida barba
Imponente presencia, aunque no lo sepa
Refugiado en la timidez y las inseguridades,
Aburrido de la propia inconsistencia,
Soñando con unos labios desconocidos
Viviendo en la erótica soledad
Hastiado de estudios. Vivir como objetivo.

Autobiografía de poeta a los treinta años.

El pelo cortado, luenga y tupida barba
Obeso, apocado y sobrio
Acunado en aquellos brazos, luego distantes,
Cumplir con la conspicua rutina, de casa al trabajo
Del trabajo a casa, y esconderse entre los pliegues
De la cabeza donde aún se puede ser un tigre en la selva

Autobiografía de poeta a los cuarenta años.

El pelo cortado, luenga y canosa barba
Le dicen señor, y lo recibe con cierto grado de molestia,
Enjuto, tras largo régimen dietético,
Hoy recogido entre sus labios, ella,
La que la vida le regaló, justo cuando ya no lo esperaba.
Y en la modesta casa hay un rincón para los sueños

Autobiografía de poeta a los cincuenta años.

El pelo canoso y la barba blanca
Escuálida  presencia
Los sueños perdidos
Y el hambre.
Ganas de comer palabras, ganas de inventar,
Querer jugar, querer jugar por siempre.


Autobiografía de poeta a los ... y tantos años.

Habrá menos pelo.
Tendré más achaques.
Quiero creer que seguiré jugando.



Curiosamente se cumplen cien entradas en el blog.


28 de abril de 2014

EL ABUELO

Érase una vez en un lugar del continente contiguo, cerca de una vega donde residían los seres de esta historia, y un anciano al que el tiempo vivido fue dejando sin dientes.
Vivir de la caza, recoger bayas, disfrutar de los frutos que hay en los árboles y, en su temporada, recoger salmones remontando el río.
Siglos de adaptación les hizo robustos, resistentes y altos, llegando a alcanzar el metro ochenta con facilidad, les afeaba el cuerpo un apéndice nasal generoso y toda su fisonomía les servía para combatir el frío intenso que era la norma de aquellos tiempos.
Últimamente se constata una mejoría en la temperatura, no siendo ésta, tan fría, por lo menos, eso se deduce de los viejos cuentos que se saben algunos que hablan de los hielos cubriendo las sendas y el río.
Alrededor del fuego del poblado el abuelo se reúne para contar mitos y aventuras, al tiempo que las manos curtidas prepara las pieles que les abrigaran en invierno, o prepara atalajes y herramientas para la caza o la pesca.
Las cambiantes sombras de la fogata añaden tenebrismo a las historias, que algunos viven con toda su parafernalia, moviéndose, poniéndose tocados de animales feroces, imitando los guturales bramidos de las bestias.
Dan miedo y se ve a los niños temblar y buscar refugio en los brazos de sus padres, pero tienen utilidad, transmiten las costumbres, las creencias y las técnicas aprendidas en la caza y en la fabricación de herramientas.
Es puro teatro, la primera literatura no escrita, la de transmisión oral pasando desde los abuelos a los nietos. Siempre habrá abuelos. Siempre habrá nietos.
Por lo menos en este poblado se aseguran de ello cuidando del viejo sin dientes al que hay que masticar la comida y echarla a su cuenco. A veces se olvidan y se tragan lo masticado, pero su escudilla siempre está llena y él cuenta sus historias de cuando era  un gran cazador de los bosques.
Un día triste en el poblado los espíritus familiares le reclamaron y  dejó su cuerpo inerte junto a la fogata.
Es tradición proteger el cuerpo de las alimañas y carroñeras, por eso excavan un trozo del terreno cerca de los que se fueron antes, depositando el cuerpo bajo una capa de tierra. El cuerpo de un hombre sin dientes.
El Hombre de Neardental.
El hombre que cuidaba de los suyos.
He leído que en el hombre actual persisten un cinco por ciento de sus genes. Sospecho que esa es la parte humana del Homo Sapiens.  Cuantos más vestigios de Neardental lleves, más humano serás.
Si por el contrario, entre tus ancestros no hay abuelos, serás del tipo Sapiens Sapiens, del tipo ese que todo lo que mastica se lo traga.

25 de marzo de 2014

Reflexiones. (Pueden ser al volante o no)

Siempre me he preguntado que se le ha perdido al conejo en una chistera.

A mi sombra le resulto indiferente, prueba de ello son sus ausencias.

Aspirar la hache no es un remedio para la tos.

¿Alguna vez te has quedado contemplando  las musarañas?, es más, ¿has visto alguna?
  
El otro día vi a un ciego caminar derecho a petarse con un semáforo… se lo impedí. Me pregunto si soy normal

Me he sorprendido a mí mismo intentado pisar sombras por ver si se quejan.

De pequeño jugaba a caminar sin pisar las rayas del suelo, digo de pequeño, no vayáis a pensar…

En la vida real ¿cómo hace la eñe para sostener la virgulilla encima de su cabeza? A lo mejor es que es una letra santa, y es única.

A veces las vocales llevan una tilde encima, como una tacha acusadora. Esta vocal es mala, y la señalas. Y no es que lo diga yo, lo dice la RAE:
Tilde: Tacha, nota denigrativa.

Con la finalidad de emprender nuevos negocios, una escuela de negocios empresariales de una universidad privada, (esa en la que estudia la realeza financiera) ha efectuado un estudio de campo entre cientos de automovilistas varados en un atasco que se hurgan la nariz. Entre sus conclusiones destaca la posible creación de puestos ambulantes de venta de inhaladores para la nariz, (testados clínicamente) que alivien los atascos nasales y sus molestias.
El estudio ha sido contestado por una organización ecologista que afirma que la contaminación es la causante, y que mejor harían en utilizar el transporte público para desatascar las narices.
Afortunadamente se ha lanzado al mercado un producto con agua de mar para respirar mejor. Hay detractores que se preguntan si no sería mejor echar un poco de sal a un vaso de agua. ¿Tú qué piensas al respecto?

3 de febrero de 2014

Un mal momento

Cuando esperaba en el ascensor el cierre de las puertas,  y de esa manera poder ascender al hogar, vislumbré una sombra conocida, aunque fugaz; el intento de confirmar mi sospecha me llevó a asomar la cabeza para llamarla por su nombre al tiempo que las puertas empezaban a cerrarse, éstas al plegarse en corredera me atraparon dejando mi cabeza fuera. No me cortó la testa, sólo me dejó atrapado con los hombros dentro y sin posibilidad de moverme.
La seguridad intrínseca del sistema fijó la caja en esa posición: no iba para arriba ni para abajo, en ese sentido tenía la certeza de conservar la integridad de una parte de mi cuerpo a la que tengo especial aprecio.
Desde mi posición no podía apretar la alarma, mis fuerzas no ejercían la presión suficiente para abrir la puerta y los estirones para meter la cabeza me producían rozaduras además de un fuerte dolor de cabeza.
Siempre hay gente utilizando el elevador, pero parecía que todo el mundo andaba de vacaciones y con ello el tiempo pasaba parsimonioso, mientras, me iba impacientando a la par que temía que se estropearan los sistemas de seguridad y acabara cayendo con el riesgo que para mi conllevaba.
Un caballero vecino quiso coger el ascensor, me preguntó que hacía y si no me importaba desencajar la cabeza para poder desplazarse a su domicilio, le expliqué que no era mi intención molestarle, que me encontraba en una situación incomoda no por mi gusto y que si tenía a bien avisar al portero o en su defecto al servicio de averías para poder sacarme de allí pues además se me hacia tarde para ir al trabajo; enarcó una ceja y sin mediar palabra se dio la vuelta. Deseé que se dirigiera en busca del portero o al menos que avisara a los de averías; no sin sorpresa lo que oí fue la puerta de las escaleras que dan acceso a los pisos, no la del portal, que me parecía a mí más útil si se quería llamar al portero o a las urgencias del ascensor. En esos momento se me escapó un exabrupto que afortunadamente no escuchó nadie. A todo esto el teléfono no paraba de sonar, al intentar cogerlo del bolsillo del pantalón se me escurrió de la mano, el sonido que hizo al caer al suelo me confirmó su desparrame seguido por el cese de los timbrazos, me tranquilizó, aunque se abrían peores expectativas para conseguir una ayuda por mis propios medios.


Un par de horas de tensa espera.  Los primeros vecinos que llegaban, al menos me daban conversación. Uno de ellos bajó con una botella de aceite que vertió abundantemente sobre mi cabeza para empujarla y así poder meterme dentro del ascensor. Opuse cierta resistencia ya que me aterraba la posibilidad de quedarme dentro del ascensor lo que motivó que se marchara enfadado  y musitando por lo bajini si es que encima es tonto.
En eso, avisado por un buen corazón llegó el portero,  me pareció que se acababa mi apresamiento pues traía la llave que liberaba las puertas, no me importa reconocerlo: me invadió el optimismo.
Hizo el portero las operaciones necesarias, pero la puerta seguía sin abrirse. Entre varios intentaron, jalando de la puerta, que ésta se abriera, esta vez quien oponía resistencia era la puerta que, una de dos, o era más recia de lo previsto o los hombres de hoy en día ya no son lo que eran. Quedamos entonces en esperar al servicio técnico.
El inconfundible uniforme de los operarios del ascensor, recio mono de trabajo azul, significó un alivio a mi maltrecho estado anímico en sus horas más bajas y, a la vez, una vergüenza por venir.
Los susodichos y el portero, con la habilidad que se les supone, desatrancaron la puerta, consiguieron retirar mi cabeza de su prisión al tiempo que oía los comentarios sobre la peste que ascendía del elevador: restos sólidos y líquidos que mojaban mis pantalones y se extendían, tampoco tanto, por el linóleo del ascensor.
Lo peor de ser un tipo circunspecto es que sucesos como éste te vuelven la rechifla del vecindario y los niños al verme se tapan la nariz mientras se ríen de esa forma suya tan escandalosa.
Mi posición se ha visto comprometida siendo como soy el presidente de la comunidad.
¿Con que cara les hablo de una derrama que debemos hacer para revisar ... el ascensor?