Carmín
Una simple historia que ni se reflejara en los medios.
No tiene signos externos visibles ni los tonos cromáticos de las pasiones al uso.
Érase una vez un hombre que tenía trabajo en una empresa de cosmética.
Quien le conocía no le definía como atrevido.
Le prestaba el fútbol y reírse con los amigos,
pero de una cosa hablaba poco y siempre con tópicos: de su mujer.
En casa le gustaba mirarla, incluso a escondidas, y cuando no podía más
se acercaba a abrazarla un segundo.
También practicaban su poquito de sexo y se lo pasaban bien, muy bien,
pero carecían del furor erótico de los filmes à la page.
Érase una vez una mujer, no sé si trabajaba en casa, fuera, o en los dos sitios.
Tenía un poco de fantasía para adornar con gracia los sucesos cotidianos.
Sus amigas preferían los chismes de otras.
En casa se sorprendía a veces cogiéndole de la mano o con un beso a traición,
para disfrutar después de los destellos en sus ojos.
Y llegó la tristeza.
Ella fue al médico al sentir unas ligeras molestias.
Se moría.
Hubo unos días de calladas lágrimas.
Hubo unos días de silencio.
Ella decidió regalarle sus últimos instantes, con cuidado,
con temor de recordar lo que estaba por venir.
Él también.
Fue un pacto no enunciado que los dos cumplían en toda ocasión,
con la determinación de un destino.
Fueron unos días sin apariencias, vivían el uno hacia el otro,
se olvidaron de los demás.
Y se arrepintieron de no haberlo hecho antes.
Algo cambió dentro de él, tomando cuerpo cierta fatalidad.
Tenía acceso a ciertas sustancias que pudo manipular de consuno.
Estas, en dosis imperceptibles, se acumulan en el organismo
hasta alcanzar el umbral del peligro y entonces, sin dolor,
una muerte sobrevenida.
Le hizo entonces un pintalabios rojo carmín, y le dijo:
me gusta ese color sobre tus labios.
Ella se lo ponía todos los días
que transcurren. Un poco de existencia en la vida de todos.
Él siempre lleva consigo otra barra de labios.
Poco después de pintarse los labios sintió un mareo, un ligero vahído.
Él, solícito, la ayudó a recostarse en la cama.
Fue por un vaso de agua para ella y por su lápiz de labios.
Se recostó a su lado y mordisqueó su rouge hasta sentirse mareado.
Notó cómo el corazón de ella perdía fuerza.
Mordió una última vez y con los ojos muy abiertos, a su lado,
sin dejar de mirarla, fueron apagándose poco a poco, al unísono,
muy juntos, en silencio.
Cuando entró la Muerte, muy quedo, por no molestar.
La Muerte lloró.
Por primera vez.
Lloró.