Por mi
nacimiento 3
Mi venida al mundo
Recuerdo
que antes de nacer me invadió el tedio, habiendo recorrido todo el espacio
maternal y tocados sus límites, constaté la falta de espacio para mi futuro
desarrollo y, visto lo visto, decidí encajarme, colocarme, disponerme para a la
primera oportunidad que tuviera salir escopetado al mundo.
Siempre
hay imponderables o situaciones que uno no tiene previstas, en parte por
desconocimiento del medio, en parte por imprevisión. Quiero decir que, por
instinto, me preparé boca abajo e intenté encajarme al uso en la pelvis de mi
madre y, con las ayudas de las hormonas y las contracciones, nacer. Pero no
tuve en cuenta el camino por seguir, y su estrechez, pese a que mi madre ya
había dado a luz a un par de hermanos con lo que el camino debía ser más
expedito, aun así, seguía siendo estrecho y debía deformar mi cráneo haciéndolo
susceptible al empepinado, pero, afortunadamente, mis narices ternes no
supusieron ningún impedimento o enganche, sí los hombros que tuvieron que girar
un poco para poder pasar.
Una vez
fuera y con el cordón colgando, me sentí mareado por efecto de la presión de
los huesos craneales sobre mi cerebro, creo que es por eso por lo que lo veía
todo borroso al principio y tardé varios meses en empezar a ver los colores y,
un poco más tarde, a caminar, cuando empezaba aburrirme tanta cuna y tanto
biberón.
La
propia presión de las circunvalaciones craneales empuja a los huesos a su
posición y tamaño original, para luego soldarse convenientemente, como
resultado dispongo de una cabeza más que regular. Mi madre decía que debía de tenerla
llena de pájaros y que había poco espacio para el cacumen necesario para no
rozar la tontería.
Bueno,
estaba contado mi primera salida con el cordón colgando y con los ojos
escocidos de tanta luz, cuando, de improviso, noto que me agarran de un pie y
me cuelgan boca abajo, con lo que toda la sangre fluyó de golpe a mi cerebro,
embriagándome un poco tanto oxígeno. En un intento de conservar la dignidad,
intenté encoger la pierna libre para así, con los brazos abiertos, hacer una
bonita imagen invertida.
Fui
descalificado, el juez me soltó una nalgada que me hizo saltar las lágrimas y
se me escapó un llanto de los más desconsolador. No recuerdo muy bien, pues
estaba concentrado en mis hipidos, pero me bañaron y me cubrieron con pañal y una
toquilla, propias de la ocasión.
Lo que
si recuerdo es que, más calmado y ya dispuesto en la cuna, los amenacé con mi
puño, mostrando mi desaprobación al azote, lo que fue motivo de cierta
curiosidad por parte de la matrona que no me encontraba el dedo gordo. Al fin,
con un suspiro, y abriéndome las manos, lo encontró recogido entre el resto de
los dedos y con su movilidad intacta, asegurando con ello la disposición del
dedo oponible y la certeza de pertenecer a la especie adecuada y no haberme
equivocado de familia.
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