12 de agosto de 2025



II

 

          De la calle recuerdo los suelos adoquinados y, en verano, a un señor arrastrando una manguera con la que refrescaba el suelo por las tardes, cuando el sol consideraba conveniente calentar otros lugares. Regaba nuestro trozo de acera y la de enfrente; recogía su manguera y seguía calle arriba, arrastrándola un trecho hasta la siguiente boca de riego, donde repetía su refrescante labor. Una vez dejado el trozo de nuestra acera, aprovechábamos los vecinos del lugar para, silla en ristre, ocupar la acera. Las sillas de madera y razzia no eran plegables y había que sacarlas tal cual; las más sofisticadas disponían de floreados cojines para mayor holganza de posaderas. Un objetivo básico nos impelía, el frescor, un poco de alivio a tanto calor.

Saludos y tertulias enfrente de los portales hasta la aparición de un señor con gorra y mechero telescópico que iba encendiendo las farolas de nuestra calle. Quedaba inaugurada la noche y era la señal para recogerse a casa y cenar. Algunos se sacaban un bocadillo; otros, después de cenar, volvían como si tal cosa, en busca de un aire más fresco. Desconocíamos en aquellos momentos, o todavía no se había inventado, la comodidad del aire acondicionado y nos conformábamos con abanicos y con el cubo de agua con el que de vez en cuando salpicar la acera, refrescando el pavimento, dejando en el ambiente un aire más fresco.

Las conversaciones a veces degeneraban en chismorreos vecinales y el gracejo popular compelía a las risas o a las carcajadas, en lo que era conocida por los cronistas de la ciudad como ambiente castizo, tipismo de sainete y zarzuela. Situaciones recogidas por las plumas de afamados escritores que llenaban los escenarios de los teatros de la capital, y eran llevados de gira por provincias, haciendo reconocibles figuras señeras de nuestra ciudad como los serenos, barquilleros y aguadores.

          Los serenos eran imprescindibles con su manojo de llaves. Para que os hagáis una idea, la llave de mi portal alcanzaba fácilmente la dimensión de una cuarta escasa, y no había pantalón que lo resistiera. Las mujeres decentes no utilizaban este servicio. No eran horas para deambular por las calles, cosa de la que estaban dispensados los hombres y sus tareas, que a veces los retenían fuera de casa hasta altas horas de la noche.

Alguna mujer de redaños cargaba con la llave en su bolso, no por su utilidad para abrir la cerradura; era más por la consistencia que adquiría el bolso para deshacerse de impertinentes, petimetres, o chulos sin más.

El barquillero portaba un bidón con ruleta y cargaba también con una cesta de mimbre, y lo más divertido era dar vueltas a la ruleta; los barquillos también merecían la pena. Te encontrabas por alguna esquina estratégica o, en el Parque del Oeste, a una señora que vendía pipas y caramelos para los críos y cigarrillos sueltos para los mayores —oiga, me da un Chester—. Lo entrañable de la historia es recordar que te daban diez Sacis por una peseta, y había, como curiosidad, palodú y pastillas de leche de burra, el consabido regaliz y el chicle Bazooka, que conseguía unas mandíbulas fuertes y resistentes. A su lado, el refrescante botijo de agua con anís o anises que nunca me quedó claro. El botijo tapaba su boca ancha con esmeradas labores de punto, y del pitorrillo salía una cánula que debíamos quitar para beber, precauciones que evitaban la invasión de los animalillos tan abundantes en los parques de mi ciudad. El palodú era un cacho de madera que los críos chupábamos como si la vida nos fuera en ello, creo recordar que era más barato que el regaliz y tenía efectos similares o tal vez era la materia prima para su elaboración, el caso es que era un tanto desagradable ver a tanto niño chupando madera, así como la visión de unas astillas flácidas de tanta saliva acumulada.

Con el buen tiempo, se instalaban los puestos de temporada, las garitas de helados donde los polos de hielo eran la chuche barata para los niños y donde un corte, un helado al corte entre dos galletas de barquillo, era un lujo asequible.

Las madres sacaban a sus hijos de paseo por el parque y teníamos dos donde escoger por proximidad: el parque del Oeste y la Moncloa. En la Moncloa, había, frente al Ministerio, una explanada suficiente para los juegos de pelota. El fútbol. Los chicos pululábamos por la explanada a la espera de uno que tuviera balón, raramente de reglamento, pero en cuanto llegaba alguien con una pelota se la echaban a pies los equipos y, en menos que canta un gallo, se empezaba el partido que podía durar jornadas enteras hasta desgastarlo o ser requisado por algún adulto cantamañanas al que un balonazo le hubiese irritado y que exigía una entrevista con el papá del dueño del esférico para reclamar daños y perjuicios por el chichón. Normalmente, una comisión de mozalbetes se acercaba al interfecto y, tras muchas súplicas, disculpas, llantos y gimoteos, se conseguía la devolución. Tras la promesa de tener sumo cuidado y dar las gracias, seguía la algarabía del juego, previa felicitación a los osados emisarios.


 

 

6 de agosto de 2025



El volteo del benjamín

 

I

          Mi hermano Luis y un tal Tomás encontraron diversión en el lanzamiento al aire del crío de la casa.

          Enfrentados, conmigo en brazos, jugaban a lanzarme al aire el uno hacia el otro. Mi madre se alteraba con esos juegos con un justo temor: «Me vais a reventar al crío».

          No compartía sus miedos y entre risas solicitaba un «más, más», y «otra vez, otra vez». Y proseguía el manteo entre mis incontenibles risas. He llegado a pensar si no escondía una temprana vocación por lo alto, unas miras superiores, una vocación..., de astronauta que se me pasó y no volvió. Ya de adulto procuraba distanciarme de norias y montañas rusas, un matiz físico me lo aconsejó; sufro de alteraciones urinarias cuando estoy en las alturas, un descenso brusco incita a los riñones a presionar la vejiga con el consiguiente peligro de sufrir molestas pérdidas y, ni me gusta el olor que deja ni la mancha con ello asociada que se queda en los pantalones.

          Como todos hemos visto, en los aclamados documentales de la dos, la preparación de pilotos estelares conlleva su centrifugado a altas revoluciones y eso, unido a mis pérdidas, me alejaron definitivamente del mundo de los cohetes y de los transbordadores espaciales.

          Pero no hay que tomárselo como una pérdida: solo fue una reubicación de mis prioridades, un cambio de orientación en la vida, un enfrentar las crisis con espíritu emprendedor y enfocar mis pasos en la consecución de otras metas, no por ello menos importantes o interesantes.

En lo tocante a mis vuelos sin motor no recuerdo niente, no puedo contar ninguna habilidad específica ni hablaros del salto mortal carpado con medio tirabuzón, porque todo lo que puedo referir es de segunda mano, es decir, de oídas. No existía ese lenguaje en el acervo popular, no se habían generalizado las retrasmisiones gimnásticas ni había televisión, pues fue justo ese año cuando empezaron las primeras emisiones en pruebas para los cuatro televisores mal contados, que hubiera en Madrid y en Barcelona.

En resumidas cuentas, me echaban al aire, y yo me reía.


 

1 de agosto de 2025


Por mi nacimiento 4

 

          Por lo que colijo de mis padres, eran gente equilibrada a la hora de generar descendencia.

          En plena guerra engendraron un chavalote que con el tiempo devendría en un hombre de pro. Años más tarde, 3 ó 4, adquirió mi madre un nuevo estado de ingravidez que después de nueve meses cuando el producto aparentaba estar en sazón, va y nace muerta.

          Hubo su momento de reconcome y tal, pero no fue a más.

          Al no haber palpitado nunca no se crio ningún vínculo y se paso página o eso creo. Mis padres no hablaban de ello. Mi hermano Luis era pequeño para acordarse de algo.

          Entre treinta o cuarenta años más tarde, unos aprendices de enfermeros pasaban por las casas haciendo prácticas, como las de obtener el grupo sanguíneo.

          Ahora dejaremos pasar unos instantes de intriga, un redoble, este suspense tiene su aquél pues aclara ciertas cosas de la historia familiar.

          Mi madre tenía el Rh negativo y aunque mi padre hacía un tiempo que había fallecido, conservábamos las pruebas de sus últimos análisis.

          Conservaba mi madre, aclaro.

          Mi padre positivo, mi madre negativo, más allá de las ironías que esto puede generar, me llevo a la deducción de varios puntos.

En casa yo he sido el más proclive a las deducciones o al razonamiento elevado, creo que por cierta tendencia mía a la Lógica y a la Filosofía.

En conclusión, mi hermano mayor, al que ya conoceís como Luis, tiene el Rh positivo, la supuesta hermana fue considerado por el cuerpo de mi madre, como elemento no deseado, y al ponerse de parto entraron a saco los famosos anticuerpos, es por ello por lo que tengo una hermana no nata que estuvo residiendo en el Limbo hasta que Juan Pablo II lo abolió, algo bueno hizo después de todo.

Luego vino mi hermana Pepa que pillo a los anticuerpos de mi madre desprevenidos y pudo salir sin problemas.

Muchos años después y cuando nadie se lo esperaba, de improviso, se gestó mi nacimiento.

En mi caso y para asegurarme me hice con una impronta de Rh negativo con ello los anticuerpos de mi madre y yo establecimos desde un principio, una entrañable relación o colegueo, permitiéndome venir al mundo con su total aquiescencia.

La que lo paso peor fue mi madre, pues al ser mujer de cierta edad, el médico la dijo de primeras que era la menopausia, a lo que iba al ser madura, le costó ciertos quebrantos de los que se recuperó mal que bien, eso no fue óbice para establecer una relación especial entre ambos. Al final llegó a cumplir 89 años con achaques, pero oye que son 89 y no está mal.

 

 


 

29 de julio de 2025



Por mi nacimiento 3       

Mi venida al mundo

 

Recuerdo que antes de nacer me invadió el tedio, habiendo recorrido todo el espacio maternal y tocados sus límites, constaté la falta de espacio para mi futuro desarrollo y, visto lo visto, decidí encajarme, colocarme, disponerme para a la primera oportunidad que tuviera salir escopetado al mundo.

Siempre hay imponderables o situaciones que uno no tiene previstas, en parte por desconocimiento del medio, en parte por imprevisión. Quiero decir que, por instinto, me preparé boca abajo e intenté encajarme al uso en la pelvis de mi madre y, con las ayudas de las hormonas y las contracciones, nacer. Pero no tuve en cuenta el camino por seguir, y su estrechez, pese a que mi madre ya había dado a luz a un par de hermanos con lo que el camino debía ser más expedito, aun así, seguía siendo estrecho y debía deformar mi cráneo haciéndolo susceptible al empepinado, pero, afortunadamente, mis narices ternes no supusieron ningún impedimento o enganche, sí los hombros que tuvieron que girar un poco para poder pasar.

Una vez fuera y con el cordón colgando, me sentí mareado por efecto de la presión de los huesos craneales sobre mi cerebro, creo que es por eso por lo que lo veía todo borroso al principio y tardé varios meses en empezar a ver los colores y, un poco más tarde, a caminar, cuando empezaba aburrirme tanta cuna y tanto biberón.

La propia presión de las circunvalaciones craneales empuja a los huesos a su posición y tamaño original, para luego soldarse convenientemente, como resultado dispongo de una cabeza más que regular. Mi madre decía que debía de tenerla llena de pájaros y que había poco espacio para el cacumen necesario para no rozar la tontería.

Bueno, estaba contado mi primera salida con el cordón colgando y con los ojos escocidos de tanta luz, cuando, de improviso, noto que me agarran de un pie y me cuelgan boca abajo, con lo que toda la sangre fluyó de golpe a mi cerebro, embriagándome un poco tanto oxígeno. En un intento de conservar la dignidad, intenté encoger la pierna libre para así, con los brazos abiertos, hacer una bonita imagen invertida.

Fui descalificado, el juez me soltó una nalgada que me hizo saltar las lágrimas y se me escapó un llanto de los más desconsolador. No recuerdo muy bien, pues estaba concentrado en mis hipidos, pero me bañaron y me cubrieron con pañal y una toquilla, propias de la ocasión.

Lo que si recuerdo es que, más calmado y ya dispuesto en la cuna, los amenacé con mi puño, mostrando mi desaprobación al azote, lo que fue motivo de cierta curiosidad por parte de la matrona que no me encontraba el dedo gordo. Al fin, con un suspiro, y abriéndome las manos, lo encontró recogido entre el resto de los dedos y con su movilidad intacta, asegurando con ello la disposición del dedo oponible y la certeza de pertenecer a la especie adecuada y no haberme equivocado de familia.


 

26 de julio de 2025



Por mi nacimiento

            2

 

Segundas partes nunca fueron buenas

 

El día en que nací yo, ni los astros se dieron cuenta ni las gentes de mi alrededor tiraron cohetes; tampoco se puede considerar como un día triste y alegre, lo que se dice alegre. Quitando el consabido ámbito familiar, tampoco. El día ha pasado a la historia sin especial relevancia, y solo se pone colorado cuando cae en domingo. Quiero decir que fue un día corriente y moliente de los que hay tantos en el año. No puedo decir si lucía el sol o estaba encapotado, caía la lluvia o, por mor de la extravagancia literaria, que nevara. De acuerdo que estaba allí, pero como si no estuviera, por lo menos yo no me acuerdo, sin menoscabo de aquellos, a los que admiro, capaces de rememorar hasta su paso por el útero, así como el enjuague que te hacen al nacer o la primera ingesta de leche materna con su calostrillo y todo.

Rondaba ya los veinte años cuando me enteré de lo que eran los calostros, y de esas jornadas es mi primera cata consciente y la segunda (de la primigenia primordial no me acuerdo).

Mi compañero de curre era del tipo campesino venido a la ciudad por si encontraba un mejor medio de vida y, buscando la seguridad de unos ingresos regulares, cosa que no se daba en el campo, donde un año podías tener patatas y ni un duro y, al siguiente, ni patatas ni duros.

Mi compañero, vigilante como yo, era conocedor de las cosas que pasan en el campo y al trabajar en la XX de XX, y residiendo allí dos vacas, y puesto que una de ellas tuvo crías, contando con la destreza de mi compañero para la obtención de la leche de vaca, le distrajo al ternero parte de los calostros que le correspondían, lo que se puede considerar una requisa en pro del bien común. No descuidamos por ello la perceptiva precaución sanitaria y hervimos la leche tres veces para no pillar las fiebres, que eran muy malas y te podían dar un disgusto, así que, tazón en mano, disfrutamos de la leche con calostros: mi compañero, dos estudiantes que pernoctaban en el recinto y yo.

A mí el sabor tampoco es que me agradase y además encontrarte con los grumos me resultaba pelín desagradable. Sin embargo, mentí, y expresé mi entusiasmo por tan exquisita y energizante bebida.

Mentí para no destacar y para no sentirme diferente, para que me aceptaran, porque así nos podíamos reír todos juntos; por timidez, lo malo de mentir es que los demás se lo crean y, claro está, a la noche siguiente tuve que repetir experiencia y volver a degustar los calostros. Encima, esta vez, al hervir se agarraron un poco y sabían a quemado.

A lo sumo fueron un par de días o es que me tocaba librar, el caso es que la leche expelida por los tetos vacunos que ordeñaba mi compañero dejaron de producir el reconstituyente y la leche volvió a la consistencia normal, quiero decir; leche sin tropezones, y al dejar de tener su aquel, le dejábamos al ternero toda la producción intacta para que prosperase según su condición. Y nosotros nos dedicamos a lo nuestro. Comprobar que todo estuviera bien cerrado.

 

Volviendo al principio de mis primeros pasos por el planeta, de eso no puedo decir nada, a no ser las historias que te cuentan los mayores de lo que hacías o dejabas de hacer o de lo mono que estabas con el gorrito de marras. Por estas fuentes me enteré de que tenía el hábito de dormir con el puño cerrado sobre el pulgar que, por ser oponible, para mí que buscaba solidaridad con sus compañeros. Esta peculiaridad les hacía mucha gracia según me consta, y a lo que nunca pillé la gracia o la originalidad si es que la hubiese.

 

Reconozco que los recuerdos infantiles son inventados, pues mi memoria, aunque grabados vivísimamente, me hace aparecer en el centro, quiero decir que me veo y, evidentemente, no puede ser un recuerdo cuando te ves a ti mismo sin mediar espejo u otro material reflejante.

          Mis primeros pasos por este mundo carecen de interés o, por lo menos, no recuerdo nada relevante, en conclusión, no hice nada relevante; en caso de no ser así, ya se hubiese encargado de contártelo la familia con todo lujo de detalles y varias veces, y tan convenientemente que llegarás a un punto en el que te crees que te acuerdas: a fin de cuentas, tú estabas allí.

 


 

23 de julio de 2025

Falso Dilema

 

De los primeros días poco hay que decir. Entre comer y dormir pasé mi tiempo, no mucho en verdad, pues al estar ya bastante desarrollado y por ampliar horizontes, me bajé de la cuna y, pasito a pasito, apoyándome en la pared, dirigí mis reales hacia donde surgía la voz de mi padre con la certeza de recibir las gracietas al uso.

          Mi caminar debo reconocer que no era muy garboso; iba de lado con las manos, ambas, por seguridad apoyadas en la pared y así, un pie tras otro, llegué hasta donde estaba mi padre, y en su pierna aproveché para posar manos y barbilla, pues la cabeza me pesaba y necesitaba un descanso.

          Todo el lugar fue alborozo exclamaciones y llamado de testigos que dieran fe de mis precoces primeros pasos.

          «Mujer, ¡pero has visto al crío!».

          Y mi padre me aposentó en su rodilla, lo que encontré de mi agrado.

 

          Al ser mis ligamentos ternes, propiciaron una inclinación de mis piernas en plan jinete sin caballo; no obstante, el tiempo y un desarrollo preciso corrigió las curvaturas gozando en la actualidad de unas piernas esbeltas y elegantes; no es que lo afirme por presunción, es un hecho constatable. En pantalón corto donde luce mi apostura con la serena elegancia y finura que me son tan propias.

          Mi padre me sentó en su pierna y vi que era cómoda. Desde entonces, solo acepté comer sentado encaramado en su regazo. Pasado un tiempo, tuve que dejarlo y optar por una silla, no por desavenencias, fue más la incomodidad de colocar dos platos de comida tan juntos que solo podíamos llevarnos la cuchara a la boca por turnos, así que, de forma natural, me fui expandiendo a los espacios limítrofes. Mi madre puso un taburete con cojín, y encontramos con ello la solución más conveniente; gracias al cojín, estaba a la altura de la mesa ocupando un espacio contiguo, pero separado, más amplio y con ello comer al unísono, no teniendo que esperar turno para llevarme un pedazo a la boca: él en una silla, yo en un taburete con cojín para estar más alto.

          A pesar de mi estrambótico nacimiento no hubo inconveniente a la hora del bautizo. Mi madre fue siempre ferviente católica y eso implica un bautizo en forma y manera con sus padrinos y todo; en mi caso, y aprovechando la patente diferencia de edad, actuó de madrina mi hermana y de padrino mi hermano quedando así todo en familia.

   

          Para mi bautizo, como mandan los cánones, me pusieron unos faldones al uso, más tarde aprendí su nombre: traje de cristianar. Te ponían un gorrito que luego te quitaban en la pila para el untamiento con los sagrados óleos, que son un aceite bendecido. Con el aceite te repasan los sentidos para protegerlos de las influencias, es decir, las tentaciones, que suelen encontrar su vía de entrada en los antedichos sentidos: ojito con lo que ves, cuidado con lo que escuchas, no digas inconveniencias, a ver dónde estás metiendo la mano.

Todo ello salmodiado con los latines de la época. El que te echen una perorata en latín no deja de tener su aquel, es el punto mágico que sin duda te libra de las acechanzas del maligno y sus aliados: el mundo, el demonio y la carne.

          El demonio es para nuestra cultura un elemento francamente molesto, quién quiere un demonio en su vida. Lo del mundo no sé a qué venía y las lecciones aprendidas más tarde en el catecismo no me ayudaron entenderlo. Lo de la carne es sin duda una extraña advertencia o consejo: curiosamente no nos hacía vegetarianos.

          Fue motivo de perplejidad durante cierto tiempo, pues veía como en casa y en el entorno que la gente comía carne. Los mercados disponían de puestos carniceros en la misma medida que pescaderías o puestos verduleros. Existía, en verdad, la prohibición de comer carne los viernes de todo el año y por Cuaresma. Como el suelo patrio era muy católico, estábamos dispensados y le dábamos a la carne sin tapujos excepto los viernes de Cuaresma, que esos sí eran de obligado cumplimiento.

          Ya de mayor, digamos en plan mozalbete, deduje con mi natural perspicacia que lo de la carne se refería al sexo. Pensé por un momento en cambiar la redacción de las reglas por uno más conveniente: los enemigos del hombre son, el mundo, el demonio y el sexo. De natural discreto no se me ocurrió largarlo, preferí un mutis oportuno a la expresión cabal de mi pensamiento. Intuía que podría acarrearme algún disgusto, así que me lo guardé para mí.

          Como iba diciendo, un individuo, con sus talares para la ocasión, me tocó la cara por varios lados, embadurnándome de aceite para, a continuación, mojarme la cabeza con agua bendita, consumando así el sacramento de nuestra fe.

Me secaron convenientemente y me volvieron a encasquetar el gorrito.

          Mi hermano pertenecía a una rondalla. Esta tenía como rutina la interpretación de tonadillas de honda raigambre popular, pertenecientes al inabarcable repertorio de coros y danzas. Compaginó sus deberes como padrino amenizando el evento con la interpretación a la bandurria de alegres piezas propias del festejo, acompañado de los demás rondeños.

Fue un bautizo solemne.

          No era muy frecuente que, entre bendiciones, se interpretaran interludios musicales, adelantándose a los tiempos que reclamaban una mayor participación seglar. La interpretación músico-vocal llegaría años más tarde al incorporar el concilio Vaticano II las tendencias de base. No me preguntes de qué iba ese concilio o el anterior, lo que sé es que agrupaba a mucha gente, e introdujeron novedades en la liturgia, como los cantos y el cura mirándonos de frente detrás del altar y no de espaldas como era lo habitual.

          En la escalinata de la catedral de mi bautizo, se acopló la rondalla en festejo y me regaló con un concierto como dan fe las fotos recordatorio que conservo. Entre los asistentes se percibe la intensa emoción del momento y la plácida alegría con la que el sol de invierno inundaba el acto.

A pesar del interés, no pude quedarme mucho rato, así que, disculpándome por ser necesario cumplir con un deber inexcusable, me ausenté, dejándolos con el bullicio del bautizo. Al ser pequeño mi cuerpo, necesitaba de la ingesta de alimentos para no desfallecer. Ese y no otro fue el motivo de retirarme tan cedo; las cosas del estómago empezaban a protestar, y la musiquita de la rondalla no me llenaba.

          De lo que pasó después nada puedo afirmar; ellos se quedaron allí, y yo me fui a comer para paliar esta debilidad mía cuando no como a mis horas. En todo caso, les corresponde a otros contarlo, si es que pasó algo. Sería el momento de un inserto, tipo NO-DO, con una voz en off que nos dijera lo que estaba ocurriendo:

«Tonadillas, jotas, mazurcas y valses. El remate lo forman los pasodobles a los que se unen las voces presentes, sabedoras de las letras, propiciando el sano disfrute de las clases populares tan necesitadas de distracciones en los rudos tiempos, en los difíciles años de la posguerra, cuando, abandonados del concierto internacional, solo la clase llana levantó el orgullo y la maltrecha economía. El esfuerzo y la perseverancia propias, ayudados por las divisas de la emigración y del incipiente turismo ávido de sol».


 

21 de julio de 2025

 


Por mi nacimiento

                       1

 Siempre he tenido una cierta desgana por hollar este mundo. Desde que me acuerdo, la vida se me planteó como un falso dilema.

          Mi madre, cansada de albergarme en su seno más allá de los nueve meses preceptivos, y harta de cargar conmigo tanto tiempo, se las ingenió para dar a la luz al que iba a ser el último de sus vástagos.

Pese a mis reticencias por salir.

Como es sabido mi madre era una mujer de temple, de un carácter y determinación constantes. Decidida como estaba a conseguir su objetivo, tomó la siguiente disposición; apoyada en la colcha de la cama de un lado, y en la mesilla de noche del otro, se acuclillaba y de esa guisa hacía intención de orinar. No se crean que por ello dejaba de tomar las necesarias medidas higiénicas, nunca se olvidaba de la bacinilla u orinal en el que, por mor del esfuerzo, y como consecuencia inevitable, la imprevisible gota de agüita amarilla ocupaba su lugar sin por ello ensuciar el enlosado del dormitorio.

            En ocasiones, mi padre le recriminaba su manía por dar a luz y decía:

—Si el chico está a gusto, déjalo estar, tampoco es cuestión de nacerlo en contra de su voluntad.

A lo que mi madre siempre contestaba:

—Cómo se nota que no tienes que cargarlo todo el día.

Y seguía con la rutina de pasar horas intentado mear.

            Yo, a todo esto, de algo me iba enterando, pues,  aun sin haber nacido, seguía con mi desarrollo, lento, pero desarrollo al fin; había incluso empezado a dar mis primeros pasos por la esfera materna, lo que la incomodaba sobremanera, aparte de que las dimensiones de su panza empezaban a ser alarmantes hasta para los médicos; por eso, y aunque no lo creáis, cuando prestaba atención, me enteraba de las conversaciones de los natos, la mayor parte de las veces desconectaba, pues hablaban de cosas que no me incumbían.

            Circulaba por el líquido amniótico la certeza de mi nacimiento (cuestión a la que siempre hice ascos), y desdeñaba la alternativa de acabar en el limbo de los no nacidos. ¡Hice bien! Años más tarde, un decreto papal suprimió el limbo y, en ese caso, ¿dónde hubiera ido a parar? Muchas veces no conviene hacer caso de las habladurías que nos afirman las cosas como impepinables.

          No sé si ya había nacido o es una historia recogida de algún familiar parlanchín, el caso es que me enteré de cómo fue urdido el plan estratégico que me traería al mundo. A saber: conchabadas las abuelas, reclamaron de sus hermanas una reunión extraordinaria en la que recabar información de los sucedidos que hubieran tenido lugar en el ámbito ancestral y que arrojara alguna luz sobre el evento. Retomando leyendas, cuentos y otras fablillas de similar jaez, conducentes a encontrar soluciones o, mejor dicho, salidas para «el niño de las narices que está empezando a ser cargante».

            Perdida en la nebulosa de los tiempos, empezó a tomar consistencia el recuerdo del feliz alumbramiento del tatarabuelo Ulpiano, y cómo, una vez llegado, se amoldó a la vida sin aspavientos y resignadamente, teniendo, pese a su reticencia en llegar al mundo, una vida normal, no habiendo sido óbice lo tardío de su nacimiento. No puedo evitar sentir una afinidad o lazo sanguíneo, y es que el compartir vivencias conviene, es más, ayuda a sobrellevar momentos difíciles.

            No me enteré, por el contrario, si fue un hecho recurrente. Quién fue el primero o cómo se les ocurrió la salida. Tampoco me contaron si hubo algún caso en el que una mujer de la familia cargarse con un embarazo toda la vida y de lo que les aconteció. Mi curiosidad se limitaba a los alrededores de mi ombligo y poco más.

            En definitiva, y sin plazos establecidos, la conminaron a una rutina diaria de acuclillarse e intentar orinar. Todos los días, al menos una hora, y los domingos, dos, pues al disponer de mayor tiempo libre en los quehaceres, permitía sesión doble: mañana y tarde.

            La bacinilla fue una aportación higiénica de mi madre, obligada por su residencia en un piso de ciudad. En su caso se vaciaba en el excusado y no era necesario fregar el suelo todos los días. El cónclave no puso objeción a lo moderno, reconociendo, en alguna medida, la diferencia entre la ciudad y el campo. Al cabo y al fin se acostumbraba a usar la cuadra.

           Por consiguiente, se puso a ello como pueden colegir de mi relato. Al escribirlo, resulta prueba fehaciente que me sacaron a la luz en algún momento, y ahora con su escritura lo expongo a la difusión pública.

            De tenaz y férrica voluntad, mi madre se autoimpuso la rutina de agacharse de tal manera. Persistió durante tres años sin dar pruebas de desfallecimiento, y al fin lo consiguió: rompió aguas.

            Al quedarme seco, me estresé un poco, el líquido amniótico actuaba como salvaguarda de mi mundo, conteniendo los órganos internos de mi madre, circunscribiéndose estos a unas parcelas de su cuerpo ajeno a mi entorno. Al perderse el fluido, las vísceras pugnaban por ocupar el espacio libre, invitándome con ello a desalojar. En pocas horas, y presionado por órganos diversos, tuve que nacer. Influyó, qué duda cabe, la falta de suministros que dejaron de llegar a mi organismo, vía cordón umbilical. Empecé a tener hambre y sed, rápidamente deduje que de ahí no iba a sacar nada más y que, si quería comer algo, tendría que sacar mi cuerpo serrano afuera. Por suerte me había quedado cabeza abajo y, en un par de movimientos, me emplacé en el pubis dispuesto al alumbramiento. Eso motivó la alarma de las dichosas hormonas que avisaron a mi madre, dándole instrucciones para dilatar presto y eficazmente.

            ¡Al fin!

            Fue la expresión de mi madre al enterarse, vía hormonal, que estaba en sazón y dispuesto a evacuar el receptáculo materno.

            Púsose ella a dilatar sin tardanza (no creo necesario recordar que estos procesos suelen durar varias horas ni tampoco seguir un pormenorizado relato de los dolores propios de un parto, aunque debo advertir que no solo sufre la madre. Yo, para salir, pasé lo mío). Tened en cuenta que es necesario aplastar un tanto la cabeza, así como desencajar los hombros para poder pasar, y no es una experiencia gratificante ni mucho menos. Un repelús recorre mi cuerpo al rememorarlo.

            Nací.

            Primero te cortan el cordón bleu y luego te lavan; al principio lo disfrutas, pero claro, tienes hambre y berreas como un descosido. Yo, especialmente, no las tenía todas conmigo, después de tanto tiempo me esperaba alguna suerte de rechazo.      Afortunadamente, mi madre no es rencorosa, no sé muy bien por qué, y me tenía apego a pesar de todo. Me recibió con los brazos abiertos, cosa que hay que celebrar como es debido.

            El caso es que, limpito y todo, me acogió en sus brazos, y me dio de comer. Una leche de excelsa calidad, elaboración propia y muy abundante. De especial mención fueron los calostros, tan dulces y sabrosos que aún hoy, muchos años después, me vuelven la boca agua.

            Entre sus latidos y la rica leche, el tránsito a la seca atmósfera se me hizo menos traumático de lo esperado. Y, para un pasar más entretenido, estaban mi padre y mis hermanos haciendo cucamonas y aspavientos, que era una risión verlos

            Por lo antedicho se puede entender que era el último vástago en incorporarme a la rutina familiar, es decir el benjamín, creo que por eso tomaron la decisión, al bautizarme, de llamarme Felipe como mi padre.

            Y después de mí, nadie más. Mi madre, al parecer, acabó un poco harta de tanto embarazo.

            Por eso digo que era un falso dilema: o salía, o salía. Punto.

18 de julio de 2025

 


YO SOY DE CONSTANTINA

 

Aclaración.

 

 

            Mi nacimiento fue posible por una serie de recovecos en el devenir paterno.

            Mi padre, mozo de mulas, cargaba traviesas en el monte y las bajaba a la carretera, él no, las mulas, pero ni la madera era tan abundante ni el salario suficiente para formar una familia.

            Seducido por los cantos de sirena lanzados por sus hermanos allende el océano, barajó la posibilidad de embarcar para hacer las Américas.  Destinos tenía donde elegir: hacia el Sur, donde un hermano trabajaba en las minas de plata del Uruguay; hacia las Antillas, donde la otrora perla de nuestro imperio ofrecía la posibilidad de tener un trabajo remunerado, suficientemente remunerado, y esta fue su opción más clara cuando un hermano se ofreció a pagar el pasaje a Cuba.

            Inmerso en los trámites previos, subieron desde La Caridad unos falangistas a dar un mitin de aldea. Enaltecido, se afilió con un amigo de los que son inseparables en la Falange Española, de suerte que a los pocos días estalló la guerra de aquí y se fue a hacerla como voluntario en la Primera Bandera de Falange de Asturias.

            De sus hechos de guerra desconozco todo, a excepción de su convalecencia en casa por las heridas sufridas en la batalla.

            Sobrevivir a la guerra y unos padres motivados, generaría años después mi nacimiento. Un alumbramiento más si se quiere, baladí tal vez, pero en lo que a mí respecta, un acontecimiento de la máxima relevancia.

            Nacería, pues, sobre el mes de febrero del año 56, por lo que es fácil colegir que la impronta debió ocurrir mediado el año 55 del siglo XX. Todo esto lo he deducido yo solito partiendo de la consulta de los papeles familiares, libro de familia, partida de bautismo y algún otro documento.

            A pesar de mis habilidades intelectuales, no soy capaz de retrotraerme a los detalles postparto más allá de lo referido por mi madre y la morbosa recreación del momento, lo doloroso y molesto que fue, y de las secuelas que en ella quedaron.

            Reconozco un cierto grado de irritación por mi parte con su narración, pues en ningún momento me sentí responsable de los supuestos daños, pienso más que los males se produjeron por la propia edad de mi madre, ya madura, y que no estaba ya para esos trotes. Por otro lado, y aunque no llegue a expresarlo explícitamente, rondaba por mi cabeza la idea cruel de que, si fue tan molesto, pues no haberme tenido, en cuyo caso os hubierais visto privados de mi presencia. Es decir, gracias a los inconvenientes del momento se podía disfrutar de mi grata compañía.

 

11 de junio de 2025



Se marchitan

 

 

Las rosas se marchitan cuando se aleja,

añoran la luz de su mirada.

 

El jardinero, perdida la alegría,

recoge pétalos y hojas secas

en los jardines de las catedrales.

Recuerda el bullicio de pasadas primaveras,

sueña con una vida a borbotones,

recuerda la gente paseando. 

 

El otoño desviste la flora del mundo,

las aves tristes nos miran desde su rama,

refuerzan los nidos para el invierno.

Todos los días se llora en el camposanto.

El jardinero triste sepulta coronas de flores.

 

Durante el otoño, recuerda

cómo fueron las cosas

no ha tanto tiempo.





 

2 de mayo de 2025


En el quicio de la ventana

apoyado al sol de la mañana,

traía el patio aires de una copla que nació trasnochada

eterna, llena de lamentos.

Y esta vez, como tantas otras,

desee una voz y en el al aire lanzar mis propias desdichas.

 

Me oculte tras la cortina para escuchar su voz

que este día trae a mi ventana,

donde derramo una lagrima de recuerdo.

 

Atorrante, vago, maleante, lleno de vicios propios de un borracho.

Amarrado a una farola que no ofrece ningún sostén

y terminar tumbado al pie del farol.

 

Su luz refleja el poco aprecio que tiene de la noche

la luminaria se hace sombras por la propia penuria

de este carácter pusilánime, vago, bigardo, atorrante.


 

2 de marzo de 2025

Carmín

 

Carmín

 

            Una simple historia que ni se reflejara en los medios.

            No tiene signos externos visibles ni los tonos cromáticos de las pasiones al uso.

 

 


            Érase una vez un hombre que tenía trabajo en una empresa de cosmética.

            Quien le conocía no le definía como atrevido.

            Le prestaba el fútbol y reírse con los amigos,

            pero de una cosa hablaba poco y siempre con tópicos: de su mujer.

 

 

            En casa le gustaba mirarla, incluso a escondidas, y cuando no podía más

            se acercaba a abrazarla un segundo.

            También practicaban su poquito de sexo y se lo pasaban bien, muy bien,

            pero carecían del furor erótico de los filmes à la page.

 

 

 



            Érase una vez una mujer, no sé si trabajaba en casa, fuera, o en los dos sitios.

            Tenía un poco de fantasía para adornar con gracia los sucesos cotidianos.

            Sus amigas preferían los chismes de otras.

            En casa se sorprendía a veces cogiéndole de la mano o con un beso a traición,

            para disfrutar después de los destellos en sus ojos.

           

 



 

            Y llegó la tristeza.

            Ella fue al médico al sentir unas ligeras molestias.

 

            Se moría.

 

            Hubo unos días de calladas lágrimas.

            Hubo unos días de silencio.

 

 

            Ella decidió regalarle sus últimos instantes, con cuidado,

            con temor de recordar lo que estaba por venir.

 

            Él también.

  

 

            Fue un pacto no enunciado que los dos cumplían en toda ocasión,

            con la determinación de un destino.

 

 

            Fueron unos días sin apariencias, vivían el uno hacia el otro,

            se olvidaron de los demás.

            Y se arrepintieron de no haberlo hecho antes.

 

 

            Algo cambió dentro de él, tomando cuerpo cierta fatalidad.

            Tenía acceso a ciertas sustancias que pudo manipular de consuno.

            Estas, en dosis imperceptibles, se acumulan en el organismo

            hasta alcanzar el umbral del peligro y entonces, sin dolor,

            una muerte sobrevenida.

 

            Le hizo entonces un pintalabios rojo carmín, y le dijo:

            me gusta ese color sobre tus labios.

            Ella se lo ponía todos los días

            que transcurren. Un poco de existencia en la vida de todos.

            Él siempre lleva consigo otra barra de labios.

 

 

            Poco después de pintarse los labios sintió un mareo, un ligero vahído.

            Él, solícito, la ayudó a recostarse en la cama.

            Fue por un vaso de agua para ella y por su lápiz de labios.

            Se recostó a su lado y mordisqueó su rouge hasta sentirse mareado.

 

            Notó cómo el corazón de ella perdía fuerza.

            Mordió una última vez y con los ojos muy abiertos, a su lado,

            sin dejar de mirarla, fueron apagándose poco a poco, al unísono,

            muy juntos, en silencio.

 

            Cuando entró la Muerte, muy quedo, por no molestar.

            La Muerte lloró.

            Por primera vez.

            Lloró.