II
De la calle recuerdo los suelos
adoquinados y, en verano, a un señor arrastrando una manguera con la que
refrescaba el suelo por las tardes, cuando el sol consideraba conveniente
calentar otros lugares. Regaba nuestro trozo de acera y la de enfrente; recogía
su manguera y seguía calle arriba, arrastrándola un trecho hasta la siguiente
boca de riego, donde repetía su refrescante labor. Una vez dejado el trozo de
nuestra acera, aprovechábamos los vecinos del lugar para, silla en ristre,
ocupar la acera. Las sillas de madera y razzia no eran plegables y había que
sacarlas tal cual; las más sofisticadas disponían de floreados cojines para
mayor holganza de posaderas. Un objetivo básico nos impelía, el frescor, un
poco de alivio a tanto calor.
Saludos y
tertulias enfrente de los portales hasta la aparición de un señor con gorra y
mechero telescópico que iba encendiendo las farolas de nuestra calle. Quedaba
inaugurada la noche y era la señal para recogerse a casa y cenar. Algunos se
sacaban un bocadillo; otros, después de cenar, volvían como si tal cosa, en
busca de un aire más fresco. Desconocíamos en aquellos momentos, o todavía no
se había inventado, la comodidad del aire acondicionado y nos conformábamos con
abanicos y con el cubo de agua con el que de vez en cuando salpicar la acera,
refrescando el pavimento, dejando en el ambiente un aire más fresco.
Las
conversaciones a veces degeneraban en chismorreos vecinales y el gracejo
popular compelía a las risas o a las carcajadas, en lo que era conocida por los
cronistas de la ciudad como ambiente castizo, tipismo de sainete y zarzuela.
Situaciones recogidas por las plumas de afamados escritores que llenaban los
escenarios de los teatros de la capital, y eran llevados de gira por
provincias, haciendo reconocibles figuras señeras de nuestra ciudad como los
serenos, barquilleros y aguadores.
Los serenos eran imprescindibles con
su manojo de llaves. Para que os hagáis una idea, la llave de mi portal
alcanzaba fácilmente la dimensión de una cuarta escasa, y no había pantalón que
lo resistiera. Las mujeres decentes no utilizaban este servicio. No eran horas
para deambular por las calles, cosa de la que estaban dispensados los hombres y
sus tareas, que a veces los retenían fuera de casa hasta altas horas de la
noche.
Alguna mujer de
redaños cargaba con la llave en su bolso, no por su utilidad para abrir la
cerradura; era más por la consistencia que adquiría el bolso para deshacerse de
impertinentes, petimetres, o chulos sin más.
El barquillero
portaba un bidón con ruleta y cargaba también con una cesta de mimbre, y lo más
divertido era dar vueltas a la ruleta; los barquillos también merecían la pena.
Te encontrabas por alguna esquina estratégica o, en el Parque del Oeste, a una
señora que vendía pipas y caramelos para los críos y cigarrillos sueltos para
los mayores —oiga, me da un Chester—. Lo entrañable de la historia es recordar
que te daban diez Sacis por una peseta, y había, como curiosidad, palodú y
pastillas de leche de burra, el consabido regaliz y el chicle Bazooka, que
conseguía unas mandíbulas fuertes y resistentes. A su lado, el refrescante
botijo de agua con anís o anises que nunca me quedó claro. El botijo tapaba su
boca ancha con esmeradas labores de punto, y del pitorrillo salía una cánula
que debíamos quitar para beber, precauciones que evitaban la invasión de los
animalillos tan abundantes en los parques de mi ciudad. El palodú era un cacho
de madera que los críos chupábamos como si la vida nos fuera en ello, creo recordar
que era más barato que el regaliz y tenía efectos similares o tal vez era la
materia prima para su elaboración, el caso es que era un tanto desagradable ver
a tanto niño chupando madera, así como la visión de unas astillas flácidas de
tanta saliva acumulada.
Con el buen
tiempo, se instalaban los puestos de temporada, las garitas de helados donde
los polos de hielo eran la chuche barata para los niños y donde un corte, un
helado al corte entre dos galletas de barquillo, era un lujo asequible.
Las madres
sacaban a sus hijos de paseo por el parque y teníamos dos donde escoger por
proximidad: el parque del Oeste y la Moncloa. En la Moncloa, había, frente al
Ministerio, una explanada suficiente para los juegos de pelota. El fútbol. Los
chicos pululábamos por la explanada a la espera de uno que tuviera balón,
raramente de reglamento, pero en cuanto llegaba alguien con una pelota se la echaban
a pies los equipos y, en menos que canta un gallo, se empezaba el partido que
podía durar jornadas enteras hasta desgastarlo o ser requisado por algún adulto
cantamañanas al que un balonazo le hubiese irritado y que exigía una entrevista
con el papá del dueño del esférico para reclamar daños y perjuicios por el
chichón. Normalmente, una comisión de mozalbetes se acercaba al interfecto y,
tras muchas súplicas, disculpas, llantos y gimoteos, se conseguía la devolución.
Tras la promesa de tener sumo cuidado y dar las gracias, seguía la algarabía
del juego, previa felicitación a los osados emisarios.