28 de diciembre de 2025
11 de noviembre de 2025
La Braña
I
La aldea de la Braña, un asentamiento
en la montaña, que, en sus años de esplendor, llegó a reunir unas veinte casas
a lo largo de una carretera que subía en cuesta, a otra aldea aún más lejana.
Veinte casas repartidas a lo largo de
kilómetro y medio, con algunas ramificaciones que morían en las propias casas
de labranza.
Esta aglomeración fue debida a que, en
este lugar, se apareció la virgen.
Me contaron: en este lugar se apareció
la virgen a un pastor y, como señal, marcó el lugar, haciendo brotar del suelo
una fuente de agua limpia y cristalina, es decir, un manantial mariano.
Puedo dar testimonio, pues bebí del
caño de la fuente allí construida.
Y exploré por
detrás de ella, y constaté cómo se paseaba por el manantial un llimaco,
muy limpio, eso sí.
Aparte de los escrúpulos modernos, doy
fe y asevero que, en mi memoria, asociada a mis papilas, soy incapaz de
recordar un agua más fresca y más rica de la que bebí entonces; ora en la
fuente, ora del cubo que en la cabeza portaban mis tías para abastecernos, de
agua para beber, agua para cocinar, agua para lavarse la cara.
Las apariciones y la fuente propiciaron
que, a unos cien metros, en lo alto de una cuesta, en una no muy extensa
pradera, se erigiera una iglesia. Dedicada obviamente a su advocación, la
parroquia de turno, con rectoría y todo, pasó a tomar nombre del lugar una
braña, y, al singularizarse, tuvo la prestancia merecida: la parroquia de La
Virgen de la Braña.
Este asentamiento de finales del siglo
XIX propició un comercio de telas con sastra y un colmado con algunos productos
necesarios y algunas bebidas imprescindibles.
Y la romería.
La romería del 15 de agosto, con sus
ramos de acebo, con rosquillas de anís enlazadas, su sidra y su procesión.
En los prados colindantes a la fuente,
acampaban cientos de romeros, empanada en ristre, tortilla y bollo preñao.
En casa, comida de fiesta, y el famoso
bollo dulce de la abuela, el único dulce que me gustaba de pequeño, hasta
cuando crecí.
II
En la Braña caminas sin encontrarte
con nadie. Días y días, algún rebuzno, mugido o balido informa que la aldea
está viva.
Hay un colegio vacío en verano, donde
aprenden las cuatro reglas los nenos del entorno.
Mi abuela, tan pequeña como un duende,
toda de negro, pañoleta a la cabeza y grandes manos de tanto trabajar. De
pequeño me envolvía en su regazo y me dormía.
En las montañas habitan los lobos, en
las aldeas habitan los hombres temerosos de los lobos.
«Se reconoce a un
lobo en la espesura por el fulgor de sus ojos.
Sabes que nos llaman los Mediaoreya.
Tu padre acarreaba traviesas en el
monte.
Si te preguntan, tú eres hijo de
Felipe de Constantina».
Cuando me dijeron que la abuela había
muerto, quería llorar, que me vieran llorar, no pude.
Y me preguntaba, sí yo quería a mi
abuela, por qué no sentía pena, por qué no tenía ganas de llorar.
Yo estaba a gusto con mi abuela, me
gustaba estar con ella.
¿Por qué no sentía la angustia, el
pesar, ese dolor que he visto estallar en tantas gentes?
Tal vez, solo tal vez, mi abuela está
conmigo y no me deja estar triste.
Sigue aquí, a mi lado, con sus
grandes manos, acunándome.
4 de noviembre de 2025
Mi hermana, que
sabe contar historias
Las mejores películas que he visto me
las ha contado mi hermana Pepita. Su voz, su entusiasmo, su narración nos tenían
a mi madre y a mí embelesados.
Mi madre y mi hermana, con el tiempo indistinguibles.
Mi madre versus mi hermana, dos caracteres a la greña, dos mujeres de armas
tomar.
Mi madre, la severidad. Una fachada que anteponía a sí misma, sus gestos, las más
de las veces dirigidos a Pepa, se esfumaban cuando esta nos narraba sus
historias de cine.
Ahí estábamos los dos, mi madre y yo, en la cocina, escuchando, sin perder
ripio, la voz y los gestos que acompañan a la película recién vista.
Cómo nos llevaba poco a poco, metiéndonos en el intríngulis fílmico, con
representación incluida; la más teatrera de la familia.
Mi hermana, once años mayor que yo, nos traía noticias de lo que ocurría
afuera, en el mundo. Y me entusiasmaba, me hubiese gustado saber ver como ella.
Hay una tradición oral, que nos habla de un tiempo muy pretérito, cuando había
un abuelo nuestro dedicado a rimar y a tocar la gaita, por las aldeas del occidente
astur, desde La Braña.
Pepa es su heredera directa. Un talento familiar prendido en su caletre de
contadora, transformando aquellas viejas películas en un mundo mágico.
Así, pasó que, sí alguna vez vi su película, no era ni por asomo la décima
parte de hermosa que lo contado por ella.
En el calor de la cocina nos reuníamos los tres, mi madre, mi hermana y yo.
Mi padre se había ido al trabajo, en la fábrica donde trabajaba de vigilante
nocturno. Mi hermano, de emigrante en Suiza.
Solos los tres, mis madres y yo, el benjamín.
A veces no eran películas, eran sucedidos. No nos importaba, mi mamá grande y
yo escuchábamos, y Pepa se paseaba, gesticulaba y veíamos todo claramente, con
esa extraña capacidad para volver en imágenes todas sus palabras.
Me hubiese gustado tener su talento,
aunque algo se me ha pegado, un poquito de imaginación, un poquito de
palabrería y con ello pretendo ser el bisnieto del titiritero. Un titiritero en
papel, sobre un papel.
Pues yo crecí acunado entre sus brazos
y sus historias, las de mi madrina, mi hada madrina, mi hermana.
El tiempo y la enfermedad atenuaron su
voz, pero no te engañes, está ahí, y sigo bebiendo, copiando, plagiando
historias.
Historias de amigos y familiares,
trágicas o divertidas. Historias que nunca me cansan.
Las romerías con sus bailes, el cine y
los paseos, los cuentos del trabajo, historias de los que se fueron, historias
de los que están al lado. Y su hija.
La juglaresa, la trovadora, mi
madrina.
Recuerdo sus historias de oficina, sus
trabajos y decepciones,
Cuando empecé a trabajar y a aprender
de la vida, comprendí que cualquier cosa que me pasara era mejor si me la
contaba mi hermana.
Pues yo crecí acunado entre sus brazos
y sus historias, mi madrina, mi hada madrina, mi hermana.
28 de octubre de 2025
Lo contaba nuestra madre. 2ª parte.
Su padre.
Variación en mí menor
Mi madre me contó como sopraban la
leche, para quitarle la nata. Esta servía para mercar un poco de café y de
azúcar, pues su padre había vuelto con esa necesidad de sus estancias en Cuba.
Mi abuelo era un indiano, pero de los
pobres.
Marchó a Cuba, no sé qué hizo allí,
pero, ahorrados unos pesos, volvió para construir un caserío en las montañas,
unas pocas tierras que había que levantar y una casa por hacer, una casa nueva.
Casó con mujer joven y pronto partió
de nuevo en busca de más dinero para comprar tierras con las que acrecentar su
pequeña hacienda en las montañas.
Empinadas tierras, insuficientes
tierras para sacar adelante tamaña familia. A medio camino de Boal y La
Caridad.
Sus hijos partieron al Uruguay en
busca de trabajo. Años después, la intemerata de años después, llegué a conocer
a una prima hermana y a su marido de visita por Madrid. Mi prima, es decir, la
sobrina de mi madre era mayor que mi madre, a mí eso siempre me creó una
extraña fascinación y las miraba, las dos de pelo blanco, las dos abuelas, tía
y sobrina.
Mi madre y el tío Miguel conocían a
sus hermanos mayores por carta, porque ellos nacieron con la segunda y
definitiva vuelta del abuelo Ulpiano, que, ya más descansado, en las tierras
que había comprado con ese dinero, trabajosamente ganado en Cuba, se las
ingenió con la abuela para propiciar el auge de la cabaña humana de montaña.
Y los pequeños crecieron con él
presente, su café y su hernia.
En unas tierras tan pinas, que era
necesario subir cestos de tierra sobre la cabeza o sobre las costas, a lo alto
del eiro. Intentar fijar la tierra que se les escurría ladera abajo.
Sujetar la tierra para sembrar un poco de trigo o unas patatas o maíz.
El maíz sirve para todo: los tallos
para las vacas, de las mazorcas se saca grano para las aves de corral, también
se hace harina, y se tuesta, y se le hecha leche soprada, y se lo
daban a mi madre para cenar, y lo odiaba.
Las
gachas, la harina de maíz tostado con leche o con caldo. Una vez compré
Corn-flakes, mi madre me miraba raro y no consintió en probarlo, decía que era
comida de cerdos. A mí, en cambio, me gustaba el maíz tostado, en eso me
parecía al tío Miguel. Supongo que, además, influía la cantidad de azúcar del
tueste y la cantidad de azúcar que le añades con la leche. Había una
variación, y era tomarlo con el caldo de rabizas, que sempiterno
reposaba al lado del fogón.
Mi madre decía que ella odiaba las
gachas de meiz, pero que, si no se lo tomaba, su madre se lo guardaba
para el desayuno o para la comida —pero la señorita se lo iba a comer—. Al
final, mi madre se rendía por hambre y comía el maíz tostado, con un pelín de
reproche a su hermano Miguel que se las comía con tanto gusto.
Cuenta mi madre de la suya que, al
llegar el sábado, preparaba un hatillo con una docena de huevos y con la
mantequilla (que se hacía con las natas que durante la semana le habían sacado
a la leche dejándola desnatada, quiero decir soprada). Mercaba la abuela
en el emporio de la zona, la villa de Boal, importante núcleo urbano con casas
solariegas y con poeta, pues, sino recuerdo mal, Carlos Bousoño es de esa
tierra. Se vendía o se cambiaba, que no presté mucha atención, por
un cuartillo de azúcar, un cuartillo de café y un poco de tabaco para
padre.
El abuelo. Ulpiano.
Ulpiano, sonoro nombre de un abuelo
que no conocí, asociado a un pocillo con café y a una petaca con tabaco de
liar.
21 de octubre de 2025
CLUB
DE LOS SUFRIDOS
Esta es la historia de un mendrugo, conocido también como
chusco, por su similitud con esos panes que les repartían a los militares sin
graduación cuando prestaban sus servicios a la patria en los tiempos en que era
un servicio obligatorio.
El protagonista humano sería, cómo no, mi hermano, nuevo
habitante en Madrid, venido con mis progenitores y los suyos desde una aldea
asturiana. Cuando la posguerra se había instalado definitivamente en la ciudad.
Los años del hambre.
Vivíamos en una habitación alquilada con derecho a cocina.
Encima de la mesa, el resto de un chusco cae distraídamente
en posesión de su mano, está un poco duro.
—Ya no hay vuelta atrás, sus huellas están en el cacho pan.
—¿Qué hacer? Ya de perdidos al río.
Una mirada alrededor de la cocina y silencio. Una rápida
huida a la habitación alquilada con derecho a cocina.
En un momento se refugia debajo de la cama de nuestros
padres, entre el somier y la baldosa, sin que nadie le moleste, en silencio.
Empieza a roer el pan duro hasta que ni rastro de migas
quedan. Una labor constante y paciente, desmenuzando el pequeño trozo de pan.
Al final se ha quedado un poco dormido, en duermevela.
Una escoba diestramente utilizada le saca de su sopor y le
empuja a salir de debajo de la cama.
No hay rastro del crimen, se comió las pruebas, nadie le ha
visto, aun así, deducimos que ha sido descubierto. Las expresiones de nuestra
madre y las formas que van tomando su cara, no dejan lugar a dudas.
—Le han pillado.
Se ha ganado una somanta a palos, una muy seria reprimenda
y unas miradas de lo más inquisitoriales. Se deduce de toda la diatriba que el
pan no era nuestro, era de la otra familia con derecho a cocina o de los
caseros, información que no recuerdo con exactitud, porque no me lo contaron o
porque nunca me lo dijeron.
En la saga familiar quedó registrado el evento como la
sustracción del chusco, o el chusco a secas.
Se aceptaba como eximente el estado de hambre crónica de
los residentes de la casa y aledaños.
La fama de mi hermano como hombrecito cabal bajó muchos
enteros. Y sirvió años después, en un tiempo estimado, de bastante prolongado,
de risas, cuchufletas y sonrisas variadas por parte de los hermanos pequeños.
Era tan divertido imaginarse a mi hermano tan pulcro,
debajo de la cama, comiendo pan duro.
Y lo repetíamos, de esa forma tan cansina que todos los
críos saben utilizar hasta destrozar los nervios de los adultos.
—Otra vez. Cuéntalo. Otra vez, porfa.
Ahora sé que era cruel.
Mi hermano, al contrario, supo convertirlo en una victoria
dulce para el recuerdo y fundó para nuestras risas, el aclamado Club de los
Sufridos, del que se autonombró secretario a perpetuidad; como presidenta,
nuestra madre, cómo no, y a mí me dejó ser miembro permanente de pleno derecho
por ser el benjamín de la casa y por tener predisposición a los percances. Poco a poco, se fueron incluyendo todos los
miembros de la familia, también cónyuges y, con el tiempo, las nuevas
generaciones crearon una amplia, no muy extensa, pero selecta selección de
asociados o miembros de pleno derecho del Club de los sufridos.
14 de octubre de 2025
La casa rota
Haciendo esquina, en la manzana de la
calle donde vivía, había una casa rota.
Un nombre para
identificar el lugar, que luego he oído repetido para definir otros
lugares, otras geografías.
La fachada en un ladrillo visto con
impactos, tenía, o así lo recuerdo, una especie de arcos en la fachada de la
planta baja, unos arcos sin vano, mero adorno que agradaba a la vista.
No tenía portal, no tenía ventanas,
estaban tapiados los huecos con algún tipo de ladrillo, distinto del conjunto,
que lo afeaba.
Mis padres, gente de orden, pobres,
afines al régimen, me enseñaron a desconfiar de los habitantes de la casa rota.
—Ten cuidado y no andes remoloneando
por ahí, no sea que llegue la policía.
Con algún chiquillo del lugar me
aventuré entre los escombros que servían como hogar a estos chavales y sus
familias.
Una vez, solo una vez, hay en mi
memoria un recuerdo de sus gentes. Hoy me arrepiento de no saber quiénes eran,
por qué acabaron allí, en la casa rota.
Me resultaba mágico correr con otros
chavales entre los cascotes, mientras los adultos trajinaban en sus quehaceres.
Veíamos a una mujer haciendo la comida
y me pareció ver a un hombre leer el periódico.
Un día desaparecieron sus habitantes y
los huecos fueron tapiados consistentemente, un día, y en silencio.
Un tiempo después, la casa fue
demolida a puro golpe, con sudor y piquetas, y empezó la construcción de un
edificio moderno. Al ocupar su lugar, conservó algo de la magia antigua. Una
impronta del pasado con un artilugio del futuro.
Dos cosas embellecen su
recuerdo.
Lo exótico de un garaje con portón
elevadizo, del que brotaba, de vez en cuando, algún vehículo, en tiempos en los
que eran innecesarios los garajes en Madrid, habiendo tanto sitio en la
calle.
Y en la propia esquina, una librería
de estrambótico nombre, Antonio Machado. Nunca entré, aunque pasaba el tiempo
mirando sus escaparates cuando estaban intactos.
Mirar y no tocar.
Y el silencio.
Lugar de encuentro donde se podía
practicar el lanzamiento de piedra y la pintura con mensaje, a la par que
cualquier forma de expresión definida por su ideología.
Tuvo su punto, antes de, durante y en
la transición a la democracia.
Mañana voy a pasar por la calle Benito
Gutiérrez a propósito, y a propósito entraré en la librería Antonio Machado; a propósito,
compraré un libro y a propósito será un libro de poemas de Antonio. Y otro será
de Manuel.
Porque don Antonio se merece que
recordemos a su hermano.
7 de octubre de 2025

Cine de Verano
Bajo la presión del entorno sucumbe
una vez más los espacios de mi infancia.
—Me robaron el cine de verano.
—Hasta luego Luckas.
A mí me gustaba el
cine de verano.
El lugar donde
veraneo. Un fuerte calor y una gran humedad. Es el Bochorno.
Había noches,
calurosas noches, cargadas de bocatas. Una familia con críos, con abuelos, y
con cojines.
Cojines bajo el
brazo, cada uno con el suyo y unas rebecas p'al relente.
En la pantalla una
peli, en la mano palomitas of course, agua, refrescos y una cerveza para
papá.
Las palomitas eran
nuestro premio después de acabar el bocata.
Un clamoroso
estrépito saluda el trompazo que se ha ganado el villano, ese pedazo de
malhechor y malandrín. Es influencia del abuelo.
El abuelo nos manda
callar, pues no se entera de la película. Afortunadamente, los otros niños, en
el cine no le hacen caso. Se abre la veda para vitorear en el cine.
Mi hermano pequeño
siempre se duerme a mitad de la película y tengo que contársela luego. Yo me
encorajino, porque si se va a dormir, que se quede en casa viendo la tele.
Abrieron un cine
para todas las estaciones, con aire climatizado.
Nos cerraron el
cine de verano.
Adiós al bocata,
las palomitas y a volver medio dormido, a caballo sobre mi padre.
Adiós a la doble
sesión continua.
Ahora he ganado,
una única película, al doble de precio, con aire acondicionado y en silencio.
¡Que como venga el acomodador!...
Adiós al cine de
verano. Adiós
1 de octubre de 2025
Lo contaba nuestra madre. 1ª parte.
El hijo de un descanso.
Mi hermano nació el último año de la guerra civil. En una casa. En el monte del occidente asturiano. Había ido mi padre a reponerse de las heridas sufridas en combate. La sangre joven rehabilita las heridas, restaña el vigor perdido. Y tanto vigor, junto a lo que entonces denominaban el natural uso del matrimonio, generó una nueva vida: el primogénito.
Es mi hermano hijo de un descanso. Un descanso en la guerra.
Tuvo mi hermano dos nacimientos, el natural y el otro.
Existía en las casas de labranza una trapiella en el suelo del dormitorio, orientado a vigilar a las vacas, sobre todo a las parturientas. Este ventanuco permitía, sin abandonar el cálido lecho, observar su estado en las aburridas, en las frías, en las largas estancias de la oscuridad del invierno.
Luis, que es el nombre de pila, y por el que aún le reconocemos, debía estar en los inicios de sus movimientos. Y en algún descuido de nuestra madre. Las madres también duermen. Decía pues que, en un instante, desde el ventanuco del suelo, cayó mi hermano a la cuadra.
Felechos, toxos y otra folgueira amortiguaron su caída, que fue considerable. Aun así, debajo permanecía un penedo. Así que el golpe amortiguado terminó con su sien impactando en un canto.
De ahí su cicatriz que aún nos muestra cuando nos visita la nostalgia. Escasa la distancia, menos de medio centímetro desde su sien, a lo que hoy resta de su bregadura. La marca de su segundo nacimiento.
Mi afortunado hermano vino entonces a nacer dos veces, una de la forma acostumbrada y más convencional y, la otra, después de un vuelo sobre la cuadra.
Para enredarlo un poco más.
Se hace constar como nacido en el lugar llamado Rabejo, es decir, la casa de mi madre. Pero sospecho por los relatos que debió venir al mundo en el Bao, donde mi madre residía durante la guerra civil. En casa del tío Miguel y de la tía Consuelo.
El Rabejo, la castellanizada forma que se permitía en aquellos tiempos. Nombre que constaba en el DNI de mi madre y de mi hermano. Más tarde pasó a ser Rabexo. En virtud de la democracia, sus autonomías y la recuperación de las formas vernáculas.
Y no es lo mismo haber nacido en el Rabejo, con ese pedazo de jota, a ser natural del Rabexo, con una equis pronunciada como una che francesa.
Hoy desaparecido el lugar administrativamente, ha pasado a ser natural de la Caridad. Distante varias leguas, es decir, unos veinte kilómetros del lugar.
Por algún motivo mágico parece lógico el lío administrativo, para no ser menos que los sucedidos.
Allá por el año 39.
24 de septiembre de 2025
El volteo del benjamín
VI
De todas las variaciones sobre el tema me tocó nacer hijo de la portera. No era un oficio agradable, entre los sí señor y los buenos días tenga usted don Gustavo, te podían dejar un complejo de inferioridad. No es mi caso. Siempre descollé entre lo más granado de la sociedad. Puede que no salte a la vista, pero yo lo tengo claro.
Las obligaciones propias de una portería conllevan acudir presuroso a la puerta del ascensor para abrir su puerta. Vocear «ascensor» cuando algún vecino se demoraba al cerrar las puertas o subir peldaño a peldaño de escalera cuando un vecino torpe dejaba mal cerrada la puerta del elevador.
Hay frases irritantes.
—Anda, rapaz, tú, que tienes buenas piernas, sube a ver si hay alguna puerta abierta.
Y subías.
Con suerte, el ascensor se hallaba varado en el principal, y el trayecto se hacía en un pis pas, pero cuando era el séptimo, ¡ay! Cuando era el último, qué dolor.
Ese estado de cosas me llevó a conocer los números hasta el siete. Ahí paré, me creía, en mi santa ignorancia, que más arriba del siete no existía nada, eso fue motivo de perplejidad en el colegio, cuando me informaron de que, después, había más, y la repanocha era cuando, en el bachillerato me enteré de que la cosa se extendía al infinito y más allá.
Entre las obligaciones de la portería, constaba la limpieza de la escalera y el portal con una frecuencia previamente pactada.
El portal había que fregarlo todos los días; las escaleras, era suficiente una vez a la semana. En invierno o en verano, una bayeta y el cepillo de raíces para las partes en peor estado, todo ello regado por una gélida agua de esas que en invierno hacen brotar sabañones. Los vi en las manos de mi madre.
Una vez inventada la fregona de palo y cubo escurridor, se estableció un debate vecinal por la pertinencia o no del invento como herramienta útil para el aseo del portal y escalera. Básicamente, se ceñía el debate entre fregar con el nuevo invento o, por el contrario, quedaba mejor con una mujer de rodillas sobre una borra (que eso no perjudica la labor) y su cepillo de raíces, piedra pómez y demás parafernalia propia de la señora de la limpieza.
Se creó una comisión.
La comisión visitó portales vecinos para el asesoramiento, se destacó a un vecino más lejos para observar el procedimiento en barrios de postín. Las visitas generaron unos gastos de representación considerables en convites a los presidentes de los portales visitados en los que se recababa su permiso para la toma de datos.
El informe resaltaba dos visiones antagónicas: la meramente higiénica, y la vertiente económica. Desde el punto de vista técnico, el informe no era concluyente sobre si era mejor un sistema u otro En cuanto a limpieza, dependía más de la calidad de los productos y de las veces que se cambiara el agua que del hecho de estar de rodillas o utilizar fregona: la limpieza de rincones era una cuestión más del interés o dejadez del profesional de turno que del medio utilizado
Un punto controvertido fue el posicionamiento estético de uno de los miembros del comité que dedicó sus energías a ponderar la plasticidad de una señora de la limpieza de rodillas por la escalera, bayeta en mano, escurriendo la suciedad en el cubo de zinc, mientras pasaba a su lado dirigiéndose a la portera con un elegante «buenos días, portera», prueba de la calidad y buena educación del vecindario.
Lo que decantó definitivamente el debate fueron los gastos económicos y de mantenimiento del palo de la fregona que lo hicieron inviable. La comisión había agotado los recursos habilitados para innovaciones tecnológicas e incapaces las arcas de afrontar nuevos gastos, so pena de endeudarse, a sabiendas de la tajante oposición al gasto de varios de los vecinos, se decidió por amplia mayoría, aparcar la decisión hasta conseguir los fondos imprescindibles para afrontar los gastos que conlleva toda innovación, y no lastrar con una decisión precipitada la futura toma de postura de la comisión que se crea al efecto.
Ahora que lo pienso, tal vez tuvieron algo que ver en el debate las colaboraciones realizadas por mi hermana por expresa invitación de mi madre, pues el ser aún muy cría no era óbice para un desarrollo acorde a la edad de niña bonita.
17 de septiembre de 2025
El volteo del benjamín
V
Los clérigos se veían como gente de oficio, muy profesional. Con tanta aspersión, no se podía evitar que alguna gota incidiera sobre ti, cosa por otro lado de nula importancia, en todo caso podía ser molesto una gotita impactando en el ojo de alguien. Bien por la censura que cortara los momentos más delicados, bien por su habilidad en la dispensa de bendiciones no tuve noticias de incidentes destacables en las diferentes celebraciones, la inauguración de un pantano o en el desfile procesional de las fiestas mayores del pueblo.
Las fiestas, de honda raigambre popular, donde se desataban las emociones más intensas y sublimes por amor al santo o a la virgen del lugar. He de hacer notar que muchos pueblos disponen de virgen propia para sus celebraciones o festejos, y de entre todas ellas destaca La Virgen de La Braña, que es la única verdadera y que se apareció a un pastor, como es de rigor, e hizo brotar un manantial de agua fresca, así lo afirma la tradición y no pienso dudarlo. De natural generoso, los aldeanos de La Braña permitían imágenes al uso en otras latitudes para el paseo procesional y para ayudar a las gentes sencillas a focalizar su fe y su pasión por la santina. Ello no es óbice ni valladar para reconocer que virgen solo hay una y a ti te encontré en la calle.
Y la romería, asociada al final de la procesión. En los prados de la parroquia, hermosas empanadas de carne o de pulpo, al gusto de gentes sencillas y devotas, regando los gaznates con la suave sidra escanciada por manos expertas, un queso y bollos preñaos, rosquillas de postre bendecidas en sus ramos de acebo y salvaguarda de las tierras y de los vecinos.
Normalmente, el fin de fiesta se amenizaba con un baile bajo los sones de orquestas traídas de Galicia. Me asalta la duda de si eran gallegos, porque era lo que más cerca nos pillaba o porque eran gente aficionada a la música y recurrían a ellos, porque tenían instrumentos y se habían aprendido pasodobles y alguna cancioncilla para amenizar las veladas de la romería.
10 de septiembre de 2025
El volteo del benjamín
IV
En mi mundo se debatía sobre la conveniencia de la democracia
orgánica dirigida por el insondable Caudillo, conductor de mano firme y vigía
de occidente, látigo de herejes y masones, así como de los intelectuales a la
violeta, facedores de encajes de bolillos con alguna palabra o matiz.
El discurrir de
nuestras vidas estaba vigilado por las potencias extranjeras, en concreto, las
ocultas tras el telón de acero y sus regímenes contra natura y sin Dios, sobre
todo la URSS, cuyos habitantes escondían el rabo, pero no conseguían enmascarar
el tufillo a azufre que despedían y lo difícil que era purificarlos. Lo
atestiguaron los empleados de la limpieza del Bernabéu cuando les tocó
adecentar los vestuarios después de la final de la Copa de Europa de
Selecciones, destrozadas sus huestes por el gol de Marcelino.
Hoy en día me
he enterado del resultado de aquel partido: dos a uno a nuestro favor. Durante
mucho tiempo, creí que el resultado había sido de Marcelino uno, los otros
cero.
De alguna
manera, me sentí decepcionado. Ya no era nuestro guerrillero contra los
bolcheviques, era un partido de fútbol, once contra once y, además, con árbitro.
Es lo que tiene la infancia, que se glorifican los recuerdos.
De todo esto me enteré
viendo el No-Do o noticiero, de obligado visionado. Entre inauguraciones y
cuestaciones de la insigne familia y de los próceres de la época jurando el
cargo ante su excelencia en todos estos eventos, en primer plano, o segundo,
siempre salía un sacerdote, hisopo en mano, bendiciendo a troche y moche para
evitar las malas influencias, siempre vigilantes, que no se sabe por dónde nos
pueden venir los enredadores, desestabilizadores, infiltrados y, los más
tontos, los compañeros de viaje del rojerío internacional, muy molestos, pues
en nuestra sagrada tierra mordieron el polvo y fueron expulsados con todas las
de la ley y el vigor de nuestro brazo en la Sagrada Cruzada Nacional.
¡Ahí es ná!
20 de agosto de 2025
III
Con el tiempo, mi cuerpo adquirió la prestancia de un niño de
tres años y con ello los imprescindibles paseos por el parque.
Mi madre era
muy de su casa y le costaba romper su rutina para pasear al crío.
Mi hermana, no
obstante, era más de recurrir al paseo con las amigas, y como estaba en plena y
eufórica juventud, gustaba reunirse con las compañeras en los jardines del
Paseo de Rosales o por el Parque del Oeste donde el grupo de adolescentes
paseaban sus reales entre risas y bromas. Enseguida me cosqué del asunto y
desarrollé un sexto sentido para detectar las idas y venidas de mi hermana. Cualquier
intento por su parte de efectuar una salida de casa era contrarrestada con un
asalto a su mano y un berreo consecuente que funcionaba como alarma y aviso
para que mi madre soltara el famoso lema de llévate al crío, y que, pese a sus
protesta de adolescente, no le quedaba más remedio que claudicar si quería
respirar un poco de aire puro del parque. Así que juntos de la mano salíamos a
la aventura, mi hermana, mi madrina y yo: en total, nosotros dos. Con el tiempo
se creó entre los dos un lazo muy especial, un cariño y una complicidad con la
que a veces distraíamos a mi madre y su circunspecta manera de ver la vida.
Uno de mis
sitios preferidos era en un lugar conocido como los columpios y que, además,
disponía de un recinto de cemento en el que en días festivos se podía ver
evolucionar a críos con patines, pocos, es verdad; no eran tiempos en el que
cualquiera tuviera disponibilidad económica suficiente para unos patines.
Los columpios
eran únicos en el entorno, se podría afirmar que eran exclusivos en millas a la
redonda y, como inconveniente, había que hacer cola, pues siempre estaban
petados; el otro inconveniente era encontrar un voluntario para el izado y
empuje, pues necesitaba, debido a su altura, que me auparán al madero del
columpio. Adquirí cierta destreza en aprovecharme de los moscones que rondaban
a mi hermana y, si querían un rato de palique, tenían que contentar al niño un
rato, empujándome en los columpios. De esa guisa, y con su poquito de incordio,
conseguía además alguna chuche que otra. Evidentemente, eso me creó una
dependencia, un lazo con mi hermana: a fin de cuentas los paseos, algún
caramelo y el que alguna de sus amigas le tocara cargar con su hermano hacía
que dispusiera de compañeros de juegos, por otro lado, impepinable necesidad
para el desarrollo óptimo de la mente.
Desde muy
pequeño pude asistir a los más variados guateques organizados por los jóvenes
del barrio, donde se podía pillar una Fanta y patatas fritas y disponer,
durante un rato, de los juguetes de otros críos de la casa.
No puedo obviar
el papel de los críos. Éramos la carabina de nuestras hermanas, la garantía
cabal de que con los niños correteando por ahí evitarían los famosos atentados
contra la moral que, para ser justos, no pasaban de algún roce, pequeños
devaneos que, por mucho que se inflasen, solo eran nimiedades de adolescentes.
Funcionaba, no tanto por lo que evitaba, sino como garantía que acallaba unas
posibles habladurías. Sitúate en los años sesenta, y comprenderás que unas
insinuaciones o una palabra equívoca podía destruir la fama y la honra de una
chica decente. Se pasaba a ser una perdida por un comentario malicioso o por esos
sobreentendidos que, en épocas censuradas, hicieron de nosotros expertos
conocedores de las verdades ocultas y de las intenciones, hasta de los
pensamientos, que podían extraerse de un respingo a destiempo.
Como muestra,
los diferentes comentarios que se lanzaban los mayores con un periódico bajo el
brazo, sobre todo los chistes (hoy los conocemos como viñetas, pero yo los
recuerdo como chistes) que aparecían dibujados en alguna que otra de las
publicaciones diarias o semanales del tiempo aquel. Claro está, no se decía
gran cosa, o no se decía nada, pero un codazo y un enarcar las cejas señalando
el dibujo y decir «lo has pillado», «qué fuerte», «menuda insinuación». Para mí que nadie entendía nada, y para no pasar por
lerdo hacía grandes aspavientos y las famosas risas huecas que siempre se daban
en voz alta para que todo el mundo se enterara que se había entendido el
mensaje oculto y que no te chupabas el dedo.
«Ja, a mí me la van a dar».
«A esos se la dan con queso».
Toda esta retahíla y otras más devenían en la
nadería o en la clausura de la publicación durante un tiempo con el que el
organismo competente sancionaba a los atrevidos y contumaces chistosos.
12 de agosto de 2025
II
De la calle recuerdo los suelos
adoquinados y, en verano, a un señor arrastrando una manguera con la que
refrescaba el suelo por las tardes, cuando el sol consideraba conveniente
calentar otros lugares. Regaba nuestro trozo de acera y la de enfrente; recogía
su manguera y seguía calle arriba, arrastrándola un trecho hasta la siguiente
boca de riego, donde repetía su refrescante labor. Una vez dejado el trozo de
nuestra acera, aprovechábamos los vecinos del lugar para, silla en ristre,
ocupar la acera. Las sillas de madera y razzia no eran plegables y había que
sacarlas tal cual; las más sofisticadas disponían de floreados cojines para
mayor holganza de posaderas. Un objetivo básico nos impelía, el frescor, un
poco de alivio a tanto calor.
Saludos y
tertulias enfrente de los portales hasta la aparición de un señor con gorra y
mechero telescópico que iba encendiendo las farolas de nuestra calle. Quedaba
inaugurada la noche y era la señal para recogerse a casa y cenar. Algunos se
sacaban un bocadillo; otros, después de cenar, volvían como si tal cosa, en
busca de un aire más fresco. Desconocíamos en aquellos momentos, o todavía no
se había inventado, la comodidad del aire acondicionado y nos conformábamos con
abanicos y con el cubo de agua con el que de vez en cuando salpicar la acera,
refrescando el pavimento, dejando en el ambiente un aire más fresco.
Las
conversaciones a veces degeneraban en chismorreos vecinales y el gracejo
popular compelía a las risas o a las carcajadas, en lo que era conocida por los
cronistas de la ciudad como ambiente castizo, tipismo de sainete y zarzuela.
Situaciones recogidas por las plumas de afamados escritores que llenaban los
escenarios de los teatros de la capital, y eran llevados de gira por
provincias, haciendo reconocibles figuras señeras de nuestra ciudad como los
serenos, barquilleros y aguadores.
Los serenos eran imprescindibles con
su manojo de llaves. Para que os hagáis una idea, la llave de mi portal
alcanzaba fácilmente la dimensión de una cuarta escasa, y no había pantalón que
lo resistiera. Las mujeres decentes no utilizaban este servicio. No eran horas
para deambular por las calles, cosa de la que estaban dispensados los hombres y
sus tareas, que a veces los retenían fuera de casa hasta altas horas de la
noche.
Alguna mujer de
redaños cargaba con la llave en su bolso, no por su utilidad para abrir la
cerradura; era más por la consistencia que adquiría el bolso para deshacerse de
impertinentes, petimetres, o chulos sin más.
El barquillero
portaba un bidón con ruleta y cargaba también con una cesta de mimbre, y lo más
divertido era dar vueltas a la ruleta; los barquillos también merecían la pena.
Te encontrabas por alguna esquina estratégica o, en el Parque del Oeste, a una
señora que vendía pipas y caramelos para los críos y cigarrillos sueltos para
los mayores —oiga, me da un Chester—. Lo entrañable de la historia es recordar
que te daban diez Sacis por una peseta, y había, como curiosidad, palodú y
pastillas de leche de burra, el consabido regaliz y el chicle Bazooka, que
conseguía unas mandíbulas fuertes y resistentes. A su lado, el refrescante
botijo de agua con anís o anises que nunca me quedó claro. El botijo tapaba su
boca ancha con esmeradas labores de punto, y del pitorrillo salía una cánula
que debíamos quitar para beber, precauciones que evitaban la invasión de los
animalillos tan abundantes en los parques de mi ciudad. El palodú era un cacho
de madera que los críos chupábamos como si la vida nos fuera en ello, creo recordar
que era más barato que el regaliz y tenía efectos similares o tal vez era la
materia prima para su elaboración, el caso es que era un tanto desagradable ver
a tanto niño chupando madera, así como la visión de unas astillas flácidas de
tanta saliva acumulada.
Con el buen
tiempo, se instalaban los puestos de temporada, las garitas de helados donde
los polos de hielo eran la chuche barata para los niños y donde un corte, un
helado al corte entre dos galletas de barquillo, era un lujo asequible.
Las madres
sacaban a sus hijos de paseo por el parque y teníamos dos donde escoger por
proximidad: el parque del Oeste y la Moncloa. En la Moncloa, había, frente al
Ministerio, una explanada suficiente para los juegos de pelota. El fútbol. Los
chicos pululábamos por la explanada a la espera de uno que tuviera balón,
raramente de reglamento, pero en cuanto llegaba alguien con una pelota se la echaban
a pies los equipos y, en menos que canta un gallo, se empezaba el partido que
podía durar jornadas enteras hasta desgastarlo o ser requisado por algún adulto
cantamañanas al que un balonazo le hubiese irritado y que exigía una entrevista
con el papá del dueño del esférico para reclamar daños y perjuicios por el
chichón. Normalmente, una comisión de mozalbetes se acercaba al interfecto y,
tras muchas súplicas, disculpas, llantos y gimoteos, se conseguía la devolución.
Tras la promesa de tener sumo cuidado y dar las gracias, seguía la algarabía
del juego, previa felicitación a los osados emisarios.









