21 de octubre de 2025

 

 


CLUB DE LOS SUFRIDOS

 

 

          Esta es la historia de un mendrugo, conocido también como chusco, por su similitud con esos panes que les repartían a los militares sin graduación cuando prestaban sus servicios a la patria en los tiempos en que era un servicio obligatorio.

          El protagonista humano sería, cómo no, mi hermano, nuevo habitante en Madrid, venido con mis progenitores y los suyos desde una aldea asturiana. Cuando la posguerra se había instalado definitivamente en la ciudad.

          Los años del hambre.

          Vivíamos en una habitación alquilada con derecho a cocina.

          Encima de la mesa, el resto de un chusco cae distraídamente en posesión de su mano, está un poco duro.

          —Ya no hay vuelta atrás, sus huellas están en el cacho pan.

          —¿Qué hacer? Ya de perdidos al río.

          Una mirada alrededor de la cocina y silencio. Una rápida huida a la habitación alquilada con derecho a cocina.

          En un momento se refugia debajo de la cama de nuestros padres, entre el somier y la baldosa, sin que nadie le moleste, en silencio.

          Empieza a roer el pan duro hasta que ni rastro de migas quedan. Una labor constante y paciente, desmenuzando el pequeño trozo de pan. Al final se ha quedado un poco dormido, en duermevela.

          Una escoba diestramente utilizada le saca de su sopor y le empuja a salir de debajo de la cama.

          No hay rastro del crimen, se comió las pruebas, nadie le ha visto, aun así, deducimos que ha sido descubierto. Las expresiones de nuestra madre y las formas que van tomando su cara, no dejan lugar a dudas.

          —Le han pillado.

          Se ha ganado una somanta a palos, una muy seria reprimenda y unas miradas de lo más inquisitoriales. Se deduce de toda la diatriba que el pan no era nuestro, era de la otra familia con derecho a cocina o de los caseros, información que no recuerdo con exactitud, porque no me lo contaron o porque nunca me lo dijeron.

          En la saga familiar quedó registrado el evento como la sustracción del chusco, o el chusco a secas.

          Se aceptaba como eximente el estado de hambre crónica de los residentes de la casa y aledaños.

          La fama de mi hermano como hombrecito cabal bajó muchos enteros. Y sirvió años después, en un tiempo estimado, de bastante prolongado, de risas, cuchufletas y sonrisas variadas por parte de los hermanos pequeños.

          Era tan divertido imaginarse a mi hermano tan pulcro, debajo de la cama, comiendo pan duro.

          Y lo repetíamos, de esa forma tan cansina que todos los críos saben utilizar hasta destrozar los nervios de los adultos.

          —Otra vez. Cuéntalo. Otra vez, porfa.

          Ahora sé que era cruel.

          Mi hermano, al contrario, supo convertirlo en una victoria dulce para el recuerdo y fundó para nuestras risas, el aclamado Club de los Sufridos, del que se autonombró secretario a perpetuidad; como presidenta, nuestra madre, cómo no, y a mí me dejó ser miembro permanente de pleno derecho por ser el benjamín de la casa y por tener predisposición a los percances.  Poco a poco, se fueron incluyendo todos los miembros de la familia, también cónyuges y, con el tiempo, las nuevas generaciones crearon una amplia, no muy extensa, pero selecta selección de asociados o miembros de pleno derecho del Club de los sufridos.

 

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