CLUB
DE LOS SUFRIDOS
Esta es la historia de un mendrugo, conocido también como
chusco, por su similitud con esos panes que les repartían a los militares sin
graduación cuando prestaban sus servicios a la patria en los tiempos en que era
un servicio obligatorio.
El protagonista humano sería, cómo no, mi hermano, nuevo
habitante en Madrid, venido con mis progenitores y los suyos desde una aldea
asturiana. Cuando la posguerra se había instalado definitivamente en la ciudad.
Los años del hambre.
Vivíamos en una habitación alquilada con derecho a cocina.
Encima de la mesa, el resto de un chusco cae distraídamente
en posesión de su mano, está un poco duro.
—Ya no hay vuelta atrás, sus huellas están en el cacho pan.
—¿Qué hacer? Ya de perdidos al río.
Una mirada alrededor de la cocina y silencio. Una rápida
huida a la habitación alquilada con derecho a cocina.
En un momento se refugia debajo de la cama de nuestros
padres, entre el somier y la baldosa, sin que nadie le moleste, en silencio.
Empieza a roer el pan duro hasta que ni rastro de migas
quedan. Una labor constante y paciente, desmenuzando el pequeño trozo de pan.
Al final se ha quedado un poco dormido, en duermevela.
Una escoba diestramente utilizada le saca de su sopor y le
empuja a salir de debajo de la cama.
No hay rastro del crimen, se comió las pruebas, nadie le ha
visto, aun así, deducimos que ha sido descubierto. Las expresiones de nuestra
madre y las formas que van tomando su cara, no dejan lugar a dudas.
—Le han pillado.
Se ha ganado una somanta a palos, una muy seria reprimenda
y unas miradas de lo más inquisitoriales. Se deduce de toda la diatriba que el
pan no era nuestro, era de la otra familia con derecho a cocina o de los
caseros, información que no recuerdo con exactitud, porque no me lo contaron o
porque nunca me lo dijeron.
En la saga familiar quedó registrado el evento como la
sustracción del chusco, o el chusco a secas.
Se aceptaba como eximente el estado de hambre crónica de
los residentes de la casa y aledaños.
La fama de mi hermano como hombrecito cabal bajó muchos
enteros. Y sirvió años después, en un tiempo estimado, de bastante prolongado,
de risas, cuchufletas y sonrisas variadas por parte de los hermanos pequeños.
Era tan divertido imaginarse a mi hermano tan pulcro,
debajo de la cama, comiendo pan duro.
Y lo repetíamos, de esa forma tan cansina que todos los
críos saben utilizar hasta destrozar los nervios de los adultos.
—Otra vez. Cuéntalo. Otra vez, porfa.
Ahora sé que era cruel.
Mi hermano, al contrario, supo convertirlo en una victoria
dulce para el recuerdo y fundó para nuestras risas, el aclamado Club de los
Sufridos, del que se autonombró secretario a perpetuidad; como presidenta,
nuestra madre, cómo no, y a mí me dejó ser miembro permanente de pleno derecho
por ser el benjamín de la casa y por tener predisposición a los percances. Poco a poco, se fueron incluyendo todos los
miembros de la familia, también cónyuges y, con el tiempo, las nuevas
generaciones crearon una amplia, no muy extensa, pero selecta selección de
asociados o miembros de pleno derecho del Club de los sufridos.
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