La Braña
I
La aldea de la Braña, un asentamiento
en la montaña, que, en sus años de esplendor, llegó a reunir unas veinte casas
a lo largo de una carretera que subía en cuesta, a otra aldea aún más lejana.
Veinte casas repartidas a lo largo de
kilómetro y medio, con algunas ramificaciones que morían en las propias casas
de labranza.
Esta aglomeración fue debida a que, en
este lugar, se apareció la virgen.
Me contaron: en este lugar se apareció
la virgen a un pastor y, como señal, marcó el lugar, haciendo brotar del suelo
una fuente de agua limpia y cristalina, es decir, un manantial mariano.
Puedo dar testimonio, pues bebí del
caño de la fuente allí construida.
Y exploré por
detrás de ella, y constaté cómo se paseaba por el manantial un llimaco,
muy limpio, eso sí.
Aparte de los escrúpulos modernos, doy
fe y asevero que, en mi memoria, asociada a mis papilas, soy incapaz de
recordar un agua más fresca y más rica de la que bebí entonces; ora en la
fuente, ora del cubo que en la cabeza portaban mis tías para abastecernos, de
agua para beber, agua para cocinar, agua para lavarse la cara.
Las apariciones y la fuente propiciaron
que, a unos cien metros, en lo alto de una cuesta, en una no muy extensa
pradera, se erigiera una iglesia. Dedicada obviamente a su advocación, la
parroquia de turno, con rectoría y todo, pasó a tomar nombre del lugar una
braña, y, al singularizarse, tuvo la prestancia merecida: la parroquia de La
Virgen de la Braña.
Este asentamiento de finales del siglo
XIX propició un comercio de telas con sastra y un colmado con algunos productos
necesarios y algunas bebidas imprescindibles.
Y la romería.
La romería del 15 de agosto, con sus
ramos de acebo, con rosquillas de anís enlazadas, su sidra y su procesión.
En los prados colindantes a la fuente,
acampaban cientos de romeros, empanada en ristre, tortilla y bollo preñao.
En casa, comida de fiesta, y el famoso
bollo dulce de la abuela, el único dulce que me gustaba de pequeño, hasta
cuando crecí.
II
En la Braña caminas sin encontrarte
con nadie. Días y días, algún rebuzno, mugido o balido informa que la aldea
está viva.
Hay un colegio vacío en verano, donde
aprenden las cuatro reglas los nenos del entorno.
Mi abuela, tan pequeña como un duende,
toda de negro, pañoleta a la cabeza y grandes manos de tanto trabajar. De
pequeño me envolvía en su regazo y me dormía.
En las montañas habitan los lobos, en
las aldeas habitan los hombres temerosos de los lobos.
«Se reconoce a un
lobo en la espesura por el fulgor de sus ojos.
Sabes que nos llaman los Mediaoreya.
Tu padre acarreaba traviesas en el
monte.
Si te preguntan, tú eres hijo de
Felipe de Constantina».
Cuando me dijeron que la abuela había
muerto, quería llorar, que me vieran llorar, no pude.
Y me preguntaba, sí yo quería a mi
abuela, por qué no sentía pena, por qué no tenía ganas de llorar.
Yo estaba a gusto con mi abuela, me
gustaba estar con ella.
¿Por qué no sentía la angustia, el
pesar, ese dolor que he visto estallar en tantas gentes?
Tal vez, solo tal vez, mi abuela está
conmigo y no me deja estar triste.
Sigue aquí, a mi lado, con sus
grandes manos, acunándome.

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