Nunca pasa nada.
Salimos de visitar Zamość rumbo al sur. A mano izquierda de la
carretera tomamos el camino a Bełżec. Cruzamos la vía muerta visitada ya por la
hierba, para parar en el estacionamiento del museo-monumento. La mirada se
pierde en los desolados hierbajos nacidos entre las travesaños de esas vías,
por donde venían los atestados vagones del Reich, aquí, en el Gobierno General.
Llegamos al Campo de exterminio de Bełżec por nuestros medios,
somos turistas.
Hemos llegado tarde para visitar el museo, mas las puertas abiertas y
un horario en el monumento nos informa que aún tenemos dos horas para hollar
con pasos y miradas el austero recinto.
“Construido para limpiar la zona. Una vez cumplidos con creces los
objetivos, se procede a desmantelar el lugar y dinamitar las construcciones
especiales. Aplanar la zona. Ocultar cualquier tipo de vestigio”.
No me atrevo a cruzar el umbral.
Dudo.
Un adulto, rodeado de jóvenes con Kipá, explica no sé qué historias en
su lenguaje incomprensible.
Una suave pendiente obliga a levantar la mirada hasta las lindes del
campo actual, donde una ristra de árboles marca los confines del campo. Una
ristra de árboles como un conjuro para purificar el humo, latente sesenta años
después.
Al acabar el granito, empieza a la derecha un rectángulo inmenso
cubierto con las escorias. Enormes escorias de algún gran horno. A la
izquierda, otro campo de escorias y cenizas. En el medio, un estrecho paso que
se hunde en la tierra.
Escorias, restos, cenizas, desolación, escorias.
Un grupo camina por el no tan estrecho paso, casi plano. Son paredes
que se elevan.
Vacío el camino. Empezamos a caminar entre los campos de escorias,
viendo
como las
paredes crecen hasta llegar mas arriba de mi cabeza.
Y me hundo.
Al mirar hacia arriba, las paredes cada vez mas altas. Y oigo gritos
callados. Llevo mis dientes enganchados, férreamente encajadas las mandíbulas,
algo me pesa, algo dentro de mí me pesa.
No, no he roto a llorar, sólo una pequeña dificultad al tragar y unos
ojos un tanto vidriosos. Llegados al final del pasillo, una extensa pared de
lamentaciones con un texto del paciente Job. A derecha e izquierda unas
escaleras para salir del foso.
En la pared de la derecha empieza una letanía de nombres propios, pacientemente
ordenados. Todos los nombres y sus variaciones. Nombres de gente: Antoine,
Anton, ... Maria, Maran, Mario, ... en la pared de la derecha, en la pared de
la izquierda. Los nombres de los que aquí fueron apeados.
Todo es confusión, preferiría quedar impasible. Lo preferiría.
No tengo ningún derecho a llorar.
Intento decirle algo a E, ... y mis labios no se mueven. Imposible
abrir la boca, silencio y una hilera de árboles lo circunscriben, haciendo
frontera.
Al final de los peldaños los ojos saltan a la fila de árboles, árboles
verdes cercando del campo. Un contraste verde y vivo. La naturaleza. En el
suelo, la escoria negra y gris que cubre la ladera. Lo humano.
Losa tras losa, acotando
el campo de escorias, lo bordean con nombres repetidos, y con distintas fechas.
Una ciudad, 1 de Enero de 1942; otra ciudad, otra fecha; otra ciudad, otra
fecha; otra ciudad, otra fecha... Uno tras otro, los nombres de pueblos y
ciudades donde vivían gentes.
Minuciosos. Se aseguraron volviendo las veces precisas. Así otra losa,
la misma
ciudad,
diferente fecha...
Seguros están de que no queda nadie. Las cenizas a la tierra para
alimentar el bosque. Las construcciones voladas.
Dejarlo todo tan limpio como antes.
Aquí, nunca pasa nada.
El eterno camino que nos lleva a Bełżec.
Campo de escorias. Olor a muerte.
Voy con mi paso asustadizo y oigo en mi mente los ayes callados de ese
pueblo, desvanecido hace ya sesenta años.
Aún amagan las lagrimas por salir, cuando vuelvo a Bełżec.
No tengo ningún derecho a llorar.
Una sola vez fui, pero vuelvo y vuelvo con mi memoria, y no puedo
borrarlo.
Y voy bajando por el estrecho pasillo que nos
lleva al mural de nombres propios grabados en la piedra. Se ven las escorias. Y
el horizonte del pasillo sube hasta cegar el campo inerte. Y ahora aumentan los
quejidos, aumenta el frío.
Y nos vamos
hundiendo.
Bajando a la
muerte de un pueblo del pasado, un pueblo del presente.
Perdiéndose en la
parte mas aciaga del ser humano.
¡Oh tierra, no cubras mi sangre,
Y no halla lugar para mi clamor.
Job 16:18.
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