5 de julio de 2010

El extraño mundo del oficinista obsoleto

Anclado en las formas del pasado no supo ver los cambios sobrevenidos, y entonces, sin darse cuenta, se fue quedando apartado, podría decirse arrinconado tras su mesa en la esquina más triste de la oficina, donde, tras su escritorio, prosperaba una tela de araña. Dicha tela crecía despaciosamente, sin importar el trasiego del resto de la oficina. Esta no se veía afectada por las visitas del personal de la limpieza, pues dichos efectivos, aunque persistentes en sus tareas, tenían tendencia a pasar rápido por el rincón del oficinista, casi sin mancharlo, casi sin limpiarlo. Por este motivo la tela de araña crecía en aquella esquina, sin ser apreciada por las manos limpiadoras, permaneciendo incólume durante los años transcurridos. Madre de generaciones de arácnidos, la araña disfrutó de una vida placentera y larga, sin depredadores, pues era ella la única depredadora del entorno.
Pero no quiero contar historias de arañas con sus largas patas, muchas patas, centenares de patas correteando por la oficina cuando está desierta. Es un mal sueño, una pesadilla de miríadas de patas recorriendo la piel dormida, esos cosquilleos que a veces nos despiertan y que son el rastro, la impronta en la piel, de una visita no deseada. Tantas patas me dan repelús, me dan agobio, asco, nausea. Todo un Averno  de finas patas, sólo patas, todo patas, el final de los cuerpos de los insectos, pequeños o tropicales, oscuros, negros, parduscos, brillantes. El horror.
Empero, debo retomar al oficinista perezoso y barbilampiño, sin manguitos ni visera, representante contumaz de las más periclitadas formas de la contabilidad y la elaboración de memorandos. Ducho manoseador de albaranes, letras y talones. Experto en legajos, aquellos que vieron sus primorosas lazadas por los archivos de la institución. De tez cetrina, de color amarillo verdoso y a la vez adusto. Un rasgo característico de su fisonomía: el crecimiento desorbitado de sus cejas, a tal extremo que hacían sombra a sus ojos. Y un leve parpadeo parecía concitar a su alrededor un revuelo de aire, representado en el aleteo de algún folio, de alguna cuartilla impregnada de tinta, tinta vieja, casi de tintero y pluma. A lo sumo se le veía sacar de algún cajón una vieja maquina de calcular con manivela, que se giraba después de haber introducido un ristra de dígitos, o “números”, como decía él.
Corrían los más disparatados rumores. Unos, susurraban con malicia de su supuesto parentesco con el Director General. Otros, hablaban de un gran secreto oculto entre las paredes de la empresa, algo que podría hacer temblar todo el tejido empresarial. Unos, hablaban de unas fotos de contenido escabroso, de unos documentos comprometedores. Otros, decían que es un olvido, alguien de personal se olvidó de despedirle en su momento.
Hasta ahí, todo el misterio. Todos los cuchicheos dedicados a los oídos de los novatos poco a poco iban perdiendo intensidad, hasta verle como un elemento más en la oficina. Contaba uno que lo tomó por una estatua hiperrealista de ésas tan modernas, estilo Antonio López, que se llevó el susto de su vida cuando le vio moverse al rato de mirarle. Pero descontados esos lances, pasaba a formar parte del staff de la oficina de quién nadie hablaba, al que nadie se dirigía. Un señor y sus papeles.

Un día, un joven de éstos con carrera, recién salido de los estudios con buenas notas, afán emprendedor y nieto de un socio, decidió, como muestra de las atribuciones de su cargo, entrevistar a todos individualmente con intención de crear un próspero equipo. Y le tocó el turno a nuestro viejo oficinista.
Y a la pregunta: ¿Cual es el tipo de trabajo que realiza para la empresa? Un silencio espeso circuló en ambas direcciones.
Tic. Tac. De un lado el duro ejercicio de autocontrol aprendido en tantos seminarios sobre Dirección.
Tic. Tac. Del otro lado una impavidez rígida.
Tic. Tac. Un duelo de miradas bajo la trémula luz de los fluorescentes.
Tic. Tac. Un minuto.
Tic. Tac. Un crack perfectamente audible, procedente de una mandíbula que se desencajaba después de muchos años.
Tic. Tac. Un leve rictus de dolor, por el esfuerzo de abrir la boca.
Tic. Tac.
Y contestó con un abrumador...
NO... SÉ.

Epílogo: Nuestro joven jefe, preso de un ataque de nervios, dimitió.



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