III
Con el tiempo, mi cuerpo adquirió la prestancia de un niño de
tres años y con ello los imprescindibles paseos por el parque.
Mi madre era
muy de su casa y le costaba romper su rutina para pasear al crío.
Mi hermana, no
obstante, era más de recurrir al paseo con las amigas, y como estaba en plena y
eufórica juventud, gustaba reunirse con las compañeras en los jardines del
Paseo de Rosales o por el Parque del Oeste donde el grupo de adolescentes
paseaban sus reales entre risas y bromas. Enseguida me cosqué del asunto y
desarrollé un sexto sentido para detectar las idas y venidas de mi hermana. Cualquier
intento por su parte de efectuar una salida de casa era contrarrestada con un
asalto a su mano y un berreo consecuente que funcionaba como alarma y aviso
para que mi madre soltara el famoso lema de llévate al crío, y que, pese a sus
protesta de adolescente, no le quedaba más remedio que claudicar si quería
respirar un poco de aire puro del parque. Así que juntos de la mano salíamos a
la aventura, mi hermana, mi madrina y yo: en total, nosotros dos. Con el tiempo
se creó entre los dos un lazo muy especial, un cariño y una complicidad con la
que a veces distraíamos a mi madre y su circunspecta manera de ver la vida.
Uno de mis
sitios preferidos era en un lugar conocido como los columpios y que, además,
disponía de un recinto de cemento en el que en días festivos se podía ver
evolucionar a críos con patines, pocos, es verdad; no eran tiempos en el que
cualquiera tuviera disponibilidad económica suficiente para unos patines.
Los columpios
eran únicos en el entorno, se podría afirmar que eran exclusivos en millas a la
redonda y, como inconveniente, había que hacer cola, pues siempre estaban
petados; el otro inconveniente era encontrar un voluntario para el izado y
empuje, pues necesitaba, debido a su altura, que me auparán al madero del
columpio. Adquirí cierta destreza en aprovecharme de los moscones que rondaban
a mi hermana y, si querían un rato de palique, tenían que contentar al niño un
rato, empujándome en los columpios. De esa guisa, y con su poquito de incordio,
conseguía además alguna chuche que otra. Evidentemente, eso me creó una
dependencia, un lazo con mi hermana: a fin de cuentas los paseos, algún
caramelo y el que alguna de sus amigas le tocara cargar con su hermano hacía
que dispusiera de compañeros de juegos, por otro lado, impepinable necesidad
para el desarrollo óptimo de la mente.
Desde muy
pequeño pude asistir a los más variados guateques organizados por los jóvenes
del barrio, donde se podía pillar una Fanta y patatas fritas y disponer,
durante un rato, de los juguetes de otros críos de la casa.
No puedo obviar
el papel de los críos. Éramos la carabina de nuestras hermanas, la garantía
cabal de que con los niños correteando por ahí evitarían los famosos atentados
contra la moral que, para ser justos, no pasaban de algún roce, pequeños
devaneos que, por mucho que se inflasen, solo eran nimiedades de adolescentes.
Funcionaba, no tanto por lo que evitaba, sino como garantía que acallaba unas
posibles habladurías. Sitúate en los años sesenta, y comprenderás que unas
insinuaciones o una palabra equívoca podía destruir la fama y la honra de una
chica decente. Se pasaba a ser una perdida por un comentario malicioso o por esos
sobreentendidos que, en épocas censuradas, hicieron de nosotros expertos
conocedores de las verdades ocultas y de las intenciones, hasta de los
pensamientos, que podían extraerse de un respingo a destiempo.
Como muestra,
los diferentes comentarios que se lanzaban los mayores con un periódico bajo el
brazo, sobre todo los chistes (hoy los conocemos como viñetas, pero yo los
recuerdo como chistes) que aparecían dibujados en alguna que otra de las
publicaciones diarias o semanales del tiempo aquel. Claro está, no se decía
gran cosa, o no se decía nada, pero un codazo y un enarcar las cejas señalando
el dibujo y decir «lo has pillado», «qué fuerte», «menuda insinuación». Para mí que nadie entendía nada, y para no pasar por
lerdo hacía grandes aspavientos y las famosas risas huecas que siempre se daban
en voz alta para que todo el mundo se enterara que se había entendido el
mensaje oculto y que no te chupabas el dedo.
«Ja, a mí me la van a dar».
«A esos se la dan con queso».
Toda esta retahíla y otras más devenían en la
nadería o en la clausura de la publicación durante un tiempo con el que el
organismo competente sancionaba a los atrevidos y contumaces chistosos.